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José García Domínguez

¿Subirats, alcalde de Barcelona?

Los separatistas no sólo no han ganado en Barcelona, sino que lo más probable es que tampoco vayan a gobernarla.

Los separatistas no sólo no han ganado en Barcelona, sino que lo más probable es que tampoco vayan a gobernarla.
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Primera lección: los separatistas no han ganado en Barcelona. Segunda lección: los separatistas no sólo no han ganado en Barcelona sino que lo más probable es que tampoco vayan a gobernar en Barcelona durante los próximos cuatro años. Nada nuevo, por lo demás. Y es que los separatistas no han ganado nunca en Barcelona. Y nunca significa nunca. Así, en 2015, la suma de los sediciosos en la capital de Cataluña –por aquel entonces el agregado algebraico de ERC, el PDeCAT y la CUP– obtuvo un 41% raspado de los votos populares y 18 concejalías. El domingo pasado, la misma tropa levantisca, esta vez agrupada en torno a las listas locales del PDeCAT, ERC, la CUP y el grupo del estrafalario racista Graupera, ni siquiera llegó al 40%, teniendo que contentarse con un pírrico 39%. Algo que les deja con apenas 15 actas para sus electos en la Plaza de San Jaime. Si eso es una gran victoria, que venga Dios y lo vea. Como por extensión ocurre en el resto de Cataluña, el viajero que quiera entender la genuina lógica oculta que explica los resultados electorales de Barcelona debería dirigirse al principal cementerio de la localidad, que en nuestro caso es el gran tanatorio de la montaña de Montjuich. Porque aquí, en Cataluña, el voto de los vivos lo explican los muertos.

Entre nosotros, quien tiene a alguno de los suyos en esa montaña desde antes de 1960, hoy vota independentista. Por el contrario, cuantos depositaron allí al primero de sus ancestros después de esa marca temporal, 1960, están ahora con las fuerzas que en el ámbito interno catalán se suelen llamar "españolistas". Con las excepciones individuales de rigor, esa pauta explicativa resulta casi infalible. A ese respecto, la crónica ambigüedad de los comunes, tan exasperante a veces, tiene que ver con la datación de sus propios muertos: grosso modo, la mitad llegaron a la montaña antes de 1960 y la otra mitad después. Esquerra y los comunes, contemplados desde la lejanía madrileña, pueden parecer lo mismo o algo muy similar, pero no lo son. Proceden, bien al contrario, de tradiciones políticas distintas y distantes. Por un lado, las clases medias bajas autóctonas, siempre tan aferradas al carnet de identidad catalán en su sorda competencia laboral cotidiana con los charnegos por encontrar una plaza en el ascensor social; por el otro, la herencia de la vieja tradición comunista y anarquista de la Cataluña obrera. Dos mundos ajenos entre sí y con muy pocos puntos de tangencia.

Los comunes no le van a ceder la alcaldía a Maragall. Hubieran pactado con la Esquerra un acuerdo de gobierno que incluyese a los socialistas, su coartada para no mancharse en solitario, si Colau hubiera obtenido un solo voto más que Ernest. Pero no lo ha conseguido. De ahí, por cierto, sus lágrimas, quizá las únicas sinceras de todo su mandato. Pero los comunes no pueden entregar Barcelona a la Esquerra, so pena de arriesgarse a una fractura interna del partido de consecuencias imprevisibles. No pueden hacerlo y no lo van a hacer. Por su parte, la Esquerra tampoco puede renunciar a la alcaldía en un hipotético acuerdo con una fuerza siempre vista con recelo, cuando no con abierta hostilidad, por el mundo nacionalista radical. Así las cosas, en las últimas horas está circulando como la pólvora un nombre propio por los mentideros de Barcelona, el de Joan Subirats. Académico de prestigio internacional –fue profesor de Ciencia Política en varias universidades de Estados Unidos– y persona alejada de los sectores nacionalistas de su propio partido, ocupó la vacante dejada por Pisarello en el equipo de Colau. Un perfil, el suyo como alcaldable moderado y constitucional, en torno al cual se podría gestar una nueva mayoría de gobierno en Barcelona con la participación activa de los socialistas y el apoyo externo el equipo municipal de Valls, cuya independencia formal con respecto a la disciplina organizativa de Ciudadanos ayudaría, y mucho, a facilitar la operación. En el PSC, donde detestan a Maragall, se vería con muy buenos ojos. Y, descartada la persona de Colau, Valls tampoco debería encontrar mayor inconveniente en la proyección de alguien como Subirats, candidato votable incluso por el PP. Atención a Barcelona. La sorpresa puede saltar.

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