Hacia mediados del año 81 del siglo XX, la derecha española decidió súbitamente suicidarse. Las consecuencias de la renuncia voluntaria a la vida (política) de quienes hasta aquel muy preciso instante habían sabido agrupar en las urnas a la voluntad mayoritaria de la sociedad fueron 13 años consecutivos de hegemonía política, cultural e institucional de la izquierda personificada en el partido socialista. Tras la dispersión repentina de UCD, tres proyectos alternativos e incompatibles entre sí, la llamada Operación Roca, el CDS de Adolfo Suárez y la primigenia Alianza Popular de los siete magníficos con Fraga a la cabeza, se encargaron de certificar, y durante más de tres cuatrienios ininterrumpidos, casi el intervalo de una generación, la evidencia definitiva de que, en España, la derecha no tiene absolutamente ninguna posibilidad de llegar al poder si concurre dividida a las urnas. Absolutamente ninguna. Así las cosas, la lección práctica que, por fin, fueron capaces de aprender sus élites dirigentes se llamó Partido Popular, unas siglas ómnibus capaces de albergar en su seno desde la extrema derecha hasta todos los matices cromáticos, que son muchos, del pensamiento político ajeno a la cosmovisión de la izquierda. 13 años, 13, tardaron entonces hasta entender lo evidente. Y la historia se puede repetir.
La derecha española ha obtenido en las elecciones pasadas, esos comicios que se están celebrando como casi la antesala misma de un funeral, más votos populares, en concreto unos 400.000 más, que durante su instante de mayor éxito en lo que llevamos del siglo XXI, cuando el Partido Popular obtuvo, en 2011, la sobrada mayoría absoluta con 186 escaños en el Congreso. Ahora, en cambio, la consecuencia para la derecha escindida de haber cosechado muchos más votos que entonces ha sido la pérdida de 37 actas de diputado. Y puede que solo sea el principio. Porque la historia, decía, cabe que se repita. De hecho, ahora mismo se dan ya todos los elementos necesarios para que se repita. Porque no sólo se trata del innegable efecto punitivo de la Ley Electoral en el grueso de las 28 provincias de la España despoblada. A ese condicionante, digamos técnico, hay que añadir el efecto multiplicador de la óptima división regional del trabajo entre PSOE y Podemos. Porque, en la práctica, el PSOE no compite con Podemos en esa media España vacía. Y no compite porque Podemos ahí, simplemente, no existe.
Podemos, a diferencia de Ciudadanos y de Vox, sigue siendo un partido casi exclusivamente urbano que apenas tiene presencia fuera de las grandes concentraciones de población, las únicas donde opera la proporcionalidad en el reparto de escaños. De ahí que, a diferencia de lo que sucede con tantos y tantos de la derecha, casi ningún voto de Podemos o del PSOE tenga como destino último la papelera. Pero es que si todo ese plomo en las alas todavía fuese poco para los de Rivera, Abascal y Casado, conviene no olvidar que la derecha española solo ha conseguido gobernar gracias a sus propias fuerzas dos veces a lo largo de los últimos 40 años. Lo logró una vez Aznar y otra Rajoy. Punto. En todos los demás casos necesitó recurrir al apoyo parlamentario de esos separatistas catalanes a los que ahora ha prometido aplicar un 155 vitalicio. Lo único que tiene la derecha son votos. Votos y solo votos. La mayoría de ellos, además. Votos tiene de sobra. No así los escaños que ella misma se ha encargado alegremente de entregar a la izquierda. Y, desde el Uno de Octubre, tampoco le restan ya bisagras. Les quedan, pues, solo dos opciones: o destinar los próximos 13 años a matarse entre ellos mientras gobierna la izquierda, para que siga la tradición, o inventar de nuevo el PP. Ellos sabrán.