No se puede decir en voz muy alta, pero la política en una democracia moderna y avanzada consiste básicamente en lograr que los electores se pronuncien en las urnas a favor o en contra de un abanico de propuestas programáticas confrontadas para abordar cuestiones sobre la gran mayoría de las cuales carecen del mínimo conocimiento personal necesario para formarse un juicio propio. A los votantes, y cada vez más, se les pide que emitan sentencias inapelables sobre cuestiones de las que ni saben ni pueden saber, entre otras razones, porque son demasiado complejas. De ahí que la clave fundamental de todas las campañas políticas contemporáneas sea la capacidad de sus promotores para galvanizar las emociones y los sentimientos del cuerpo electoral, o sea, para apelar con éxito a los factores irracionales que influyen en la orientación final del voto. Por eso, el político de éxito en nuestro tiempo no es el que acredita una mayor capacidad objetiva y formación multidisciplinar precisa para el ejercicio del cargo, sino el que está dotado de las habilidades escénicas innatas para transmitir, comunicar y conectar. O sea, el provisto por la naturaleza del arsenal de recursos necesario para condicionar los sentimientos de su audiencia.
Y entre todos los sentimientos que los responsables de las campañas electorales tratan de galvanizar a fin de atraer hacia sí a los electores, el miedo es el más importante con diferencia. Hoy, quien sea capaz de movilizar el miedo en su favor de sus siglas gana las elecciones. Por eso todos los responsables de campaña compiten entre sí intentando generar estados de pánico colectivo contra sus rivales. Con un programa anodino y en medio del entorno desolador del peor instante de la crisis, el PP más gris, rutinario y tecnocrático, aquel de los abogados del Estado y el registrador de la propiedad, ganó por goleada las elecciones porque supo fabricar y gestionar con pericia profesional el miedo de la mayoría silenciosa a Podemos. Sin aquel miedo tan eficazmente inducido, el PP nunca hubiera logrado consumar los resultados que obtuvo. Pero, para ser eficaz, la apelación al miedo necesita ser creíble. Podemos daba tanto miedo a la derecha sociológica en su instante de gloria efímera, cuando irrumpió de la nada para encabezar las encuestas del CIS, porque había algo de cierto en la posibilidad de que su crecimiento exponencial de los primeros tiempos se convirtiese en una opción verosímil para alcanzar el poder. Y si hoy ya no da miedo a nadie por mucho que se siga intentando agitar su fantasma es porque aquella componente germinal de verdad desapareció al poco del horizonte.
El espantajo de Podemos llevó en volandas a Rajoy a La Moncloa. Y el espantajo del Trifálico, Dolores dixit, podría suscitar idéntico efecto ahora si el PSOE es capaz de aterrorizar a esa media España que se reconoce en la izquierda sociológica durante los dos meses que faltan para el 28 de abril. El miedo va a ser, está siendo ya, el monotema cotidiano, permanente, machacón, obsesivo, de la campaña socialista. Y si lo está siendo es porque los que lo han decidido saben que esa estrategia resulta eficaz. Albert Rivera ha sido infinitamente torpe al proclamar, y con apariencia de la máxima formalidad, que jamás pactará un gobierno de coalición con el PSOE. Con tal declaración de intenciones acaso consiga retener a una parte de la facción de electores procedentes del PP que migraron a Ciudadanos a causa de la tibieza de Rajoy con la cuestión catalana. Tal vez, sí, logre conservar bajo su manto a bastantes de ellos. Pero el precio de esa proclama innecesaria va a resultar mucho más alto que el rédito. Y es que Rivera con su actitud ha terminado de hacer creíble a ojos de la izquierda que el 28 de abril llegará el Hombre del Saco. Nada moviliza más en las urnas que el miedo. Y Rivera ha tenido la rara habilidad de conmocionar a la base social de la izquierda española con una fotografía y con una promesa que, encima, ni siquiera cumplirá.