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José García Domínguez

Rivera hará ministro a Iglesias

Un Ejecutivo de Cs con el PSOE sería lo mejor para España, sin duda. Pero no lo mejor para un Rivera empeñado en su particular guerra fratricida con el PP.

Un Ejecutivo de Cs con el PSOE sería lo mejor para España, sin duda. Pero no lo mejor para un Rivera empeñado en su particular guerra fratricida con el PP.
El líder de Ciudadanos, Albert Rivera. | EFE

Ciudadanos, aquel Podemos de derechas que tantos reclamaban cuando la ciega ira indignada de la calle parecía que iba a llevarse por delante el sistema todo, va a acabar sirviendo, inopinadas paradojas de la política cuando dan en frecuentarla maquiavelos de provincias, para lo contrario, justo todo lo contrario, de lo que muchos españoles sensatos y con un par de dedos de frente esperaron de Albert Rivera en su día. Porque Ciudadanos, el novísimo partido nacional que se compuso a toda prisa con los muy precarios y algo toscos mimbres de una pequeña fuerza regional catalana perfectamente insignificante por lo demás, concitó en torno a sí el apoyo, incluso el entusiasmo, de muchas voluntades españolas cuando Rivera se postuló como la perentoria alternativa regeneracionista llamada tanto a acabar con el eterno chantaje de los micronacionalistas al Ejecutivo de turno en Madrid como a ejercer de bisagra centrista que garantizase la estabilidad institucional frente al acoso del radicalismo atrabiliario de la izquierda alternativa. Rivera tenía que ser el dique de contención frente a Podemos y los separatistas, no la escotilla por la que Iglesias acabase accediendo al Consejo de Ministros y Rufián a la condición de hombre de Estado en cuyas manos resida la viabilidad parlamentaria del Gobierno del Reino.

Dos desastres sin paliativos, la definitiva consolidación de Podemos como aliado preferente y crónico del Partido Socialista en la gobernación de España, el primero, y la no menos definitiva entrega a la Esquerra, partido dirigido por un presidiario, de la soberana potestad para tumbar a su antojo al Gobierno de la nación cuando así le apetezca, el segundo. Dos fuentes de inestabilidad permanente para nuestro país que habrían sido perfectamente evitables, tanto la una como la otra, si Rivera hubiese sabido poner el interés objetivo del Estado por encima de sus muy legítimas ambiciones personales durante estos últimos diez meses. Porque el próximo Gobierno de España no va a depender de una entente cordial entre los enemigos declarados de la unidad de la nación y los enemigos declarados del orden socio-económico que rige en Occidente porque así lo hayan decidido los españoles en las urnas. Bien al contrario, los españoles han creado con sus papeletas las condiciones para que la vida política de la nación pudiese transcurrir por la senda de la normalidad homologable, facilitando posibles mayorías articuladas en torno a fuerzas respetuosas del marco constitucional.

Si el afán personal de Rivera, tan perentorio, tan compulsivo, tan febril, por disputarle la hegemonía dentro del cercado de la derecha sociológica al Partido Popular no se hubiera impuesto por encima de la evidencia de que el canibalismo de esa estrategia iba a conducir a las tres candidaturas de la no-izquierda a una derrota segura –por imperativo de la Ley Electoral– en las 28 provincias de la España interior y despoblada, ahora no estaría atisbando una nueva legislatura hipotecada por Podemos y los separatistas. Porque Rivera ha quemado sus naves y su credibilidad toda en pos de su objetivo primero, que no es el de librar al país de la tutela de golpistas y anticapitalistas, sino el deseo de desbancar al PP para ocupar él su lugar. Y ahora ya no se puede echar atrás. Un Ejecutivo de Ciudadanos con el PSOE, tal como están las cosas tras el recuento de las papeletas, sería lo mejor para España, sin duda. Pero no lo mejor para un Rivera empeñado en su particular guerra fratricida con el PP. Una guerra, la suya personal e intransferible, que ahora le impedirá todo acuerdo de gobierno con Sánchez, so pena de perderla definitivamente. Iba a ser la gran solución y ha acabado siendo parte del problema. Ah, los maquiavelos de provincias.

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