Mariano Rajoy, ese excelente gobernante para el mundo que fue del siglo pasado, ha decidido que tiene que haber cuanto antes un sanedrín de separatistas intransigentes, doctrinarios y asilvestrados dirigiendo de nuevo la Generalitat de Cataluña. Una contingencia perfectamente evitable con la ley en la mano, la de contemplar en el poder a los insurgentes de octubre, que le va a costar la Moncloa al Partido Popular, algo clamorosamente evidente que ese hombre de otro tiempo y de otro tempo deviene, sin embargo, incapaz de comprender. Rajoy es la viva encarnación de la mentalidad tradicional de la derecha política española de siempre. Una mentalidad estrecha y miope consistente en creer que los buenos resultados en la gestión tecnocrática de la economía todo lo resuelven. Y si queda algún cabo suelto ya lo arreglará por su cuenta el simple paso de los días. Son así, qué le vamos a hacer. En consecuencia, y puesto que Rajoy ha adoptado la firme determinación de que los artífices de la asonada de octubre vuelvan a sentar sus reales en la Plaza de San Jaime para recibir el mando de sus subordinados directos, esa segunda fila del Estado Mayor del procés en cuyas manos dejó el Gobierno la aplicación real y efectiva del 155, en breve tendremos a la máxima autoridad del Estado en Cataluña, se llame como se llame, conspirando día y noche para destruir el orden constitucional de la Nación.
Alguien, ese o esa golpista que viene en camino, de quien lo único que sabemos con certeza es que no responderá por Puigdemont. Porque la penúltima argucia leguleya que esta semana entrante va a ensayar Junts per Catalunya a fin de reponer al Payés Errante está abocada, como todas las que la precedieron, al fracaso. En alguna nota a pie de página del gran libro de los astros está escrito que el destino de Puigdemont es ser el Papa Luna del país petit. Y lo será de por vida, aunque solo fuese porque otra salida no le queda. Lo que ahora van a intentar los separatistas amparándose en su mayoría de escaños en el Parlament es modificar la Ley de la Presidencia de la Generalitat, una suerte de ley orgánica autonómica, a fin de posibilitar –en base al argumento jurídico de que el Pisuerga sigue pasando por Valladolid– que el Payés sea investido in phantasma. Pero la modificación de esa ley no se va a aprobar en el hemiciclo de la Ciudadela. Y si se aprobase, daría igual. No se aprobará porque el padre de familia Roger Torrent ya ha sido advertido mediante el preceptivo escrito con remite del Tribunal Constitucional de que no puede, y bajo ningún concepto, dar trámite a esa reforma, so pena de incurrir, ¡ay!, en un delito penal de desobediencia.
El padre de familia Roger Torrent sabe, pues, lo que le esperaría en caso de animarse a jugar con fuego. Pero aunque la modificasen, decíamos, el Payés seguiría sin poder ser investido. Y ello porque, diga lo que diga la Ley de la Presidencia de la Generalitat, el Reglamento del Palament exige de modo expreso e insoslayable la presencia física del candidato durante la sesión de investidura. Y el Reglamento no lo pueden cambiar. No, no pueden. Porque para iniciar el trámite conducente a modificarlo tendría que estar constituida con anterioridad la Comisión del Reglamento. Y resulta que, por imperativo legal, no se puede constituir si antes no ha sido designado el Gobierno de la Generalitat en la Cámara. Es un pez que se muerde la cola. En consecuencia, resulta sencillamente imposible nombrar a Puigdemont. Im-po-si-ble. ¿Y será Artadi la tapada? Yo no estaría tan seguro.