Si yo no fuera europeo, con toda seguridad estaría aplaudiendo, incluso con las orejas, a todos esos valientes conciudadanos míos de la Unión Europa que, airados e indignados, exigen hoy responsabilidades a las élites rectoras del imperio americano por el bochorno de Afganistán. Pero resulta que, al igual que todos esos que no paran de gritar, también soy europeo. Y me temo que, pase lo que pase en cualquier rincón cercano o remoto del mundo, a lo único que tenemos genuino derecho los europeos es a permanecer bien callados. Más que nada porque a estas aciagas horas Europa vive inmersa en una muy ridícula esquizofrenia.
Por un lado, seguimos siendo el continente posthistórico que se regodea en un adánico retorno a la infancia que posee como premisa mayor el negar que la fuerza constituya el argumento principal del orden mundial. Algo, la naturaleza intrínsecamente coercitiva del poder en el orden internacional, que ni rusos ni norteamericanos se han permitido olvidar jamás. Por el otro, exigimos al primo transatlántico de Zumosol que implemente, y sin reparar en costes materiales ni humanos, el grueso de las labores punitivas propias de los gendarmes globales, esas mismas que a nosotros nos repugnan tanto desde el punto de vista ético como desde el estético.
Así las cosas, resulta que dos presidentes norteamericanos consecutivos, el más macho de la historia de la Federación y posiblemente el más senil, han decidido al alimón abandonar Afganistán a su suerte con el argumento, por lo demás inobjetable, de que su responsabilidad principal remite a defender los intereses de los ciudadanos de Estados Unidos, no los de los ciudadanos de Afganistán. Un cinismo apenas disimulado, el de los yanquis, frente al que los europeos, siempre provistos de nuestra manifiesta superioridad moral, solo podemos exhibir, ¡hay!, una vergonzante hoja de parra. Pero qué demonios vamos a exigir nosotros a Biden cuando ni siquiera fuimos capaces de organizar una fuerza militar autónoma de intervención en las guerras de los Balcanes, nuestro particular patio trasero. Hasta para destruir Yugoslavia tuvimos que llamar a la puerta de la Casa Blanca porque no éramos capaces de hacer el trabajo. ¿Nosotros pedir explicaciones a nadie? Lo único que nosotros podemos pedir es perdón.