Al nacionalismo catalán, ese cáncer que arrostra España desde hace algo más de un siglo, se le ha comparado a lo largo del tiempo con una lista que ya comienza a ser interminable de otros indigenismos insurgentes, triunfantes o no, que han tenido un desarrollo más o menos paralelo al suyo. Pujol, un verdadero obseso de esas analogías taxonómicas, llegó a encontrar parentescos en primer grado del separatismo por el apadrinado con varias docenas de movimientos de construcción o destrucción nacional de fuera de nuestras fronteras, desde el sionismo, pasando por las repúblicas bálticas, continuando por Chequia, haciendo parada y fonda en Kosovo, siguiendo por Eslovenia, mirando luego hacia Escocia y girando más tarde hacia Quebec, sin nunca olvidar el lento proceso de suicidio asistido en el que se ha embarcado lo poco que aún queda en pie de Bélgica a estas horas. Por lo demás, a los catalanistas desde siempre les ha complacido creerse los franceses de la Península Ibérica; los hugonotes de este lado de los Pirineos, para ser precisos.
A los catalanistas, es curioso, se les ha comparado con casi todos los nacionalismos en ebullición de la última centuria menos con el que más se le parece desde el punto de vista del gregarismo extremo y la peculiar forma de psicología colectiva a los que dió forma. Aunque acaso resulte chocante a primera vista, me estoy refiriendo al muy singular caso del nacionalismo japonés. Que yo sepa, nunca se ha abundado en esa analogía entre ellos. Pero cuantos vivimos en primera persona los instantes más críticos de la última asonada insurreccional de la Generalitat, con decenas de miles de fanáticos exaltados ocupando las calles de Barcelona y con los llamados comités de defensa de la república desplegados por los barrios de la ciudad, todo en medio de un clímax histriónico que poseía inconfundibles los rasgos de la antesala de una guerra civil, aún hoy no salimos de nuestro asombro. El asombro y perplejidad de certificar la disciplinada, insólita obediencia bobina de la masa nacionalista a sus jefes, el pequeño sanedrín dirigente de la revuelta que rodeaba a Puigdemont y Junqueras. Ya lo habíamos visto cuando las coreografías norcoreanas de las diadas y sus espectaculares estampas de diligente sometimiento por parte de la masa a los guionistas de las representaciones callejeras. Pero, llegada la hora de la verdad (o de la gran mentira, según se mire), la unánime subordinación ciega a los jefes por parte de los de abajo, la carne de cañón acarreada a golpe de pito y de WhatsApp por los agitadores de la ANC y de Òmniun, superó cualquier expectativa racional de asentimiento grupal al mando.
Simplemente, fue asombroso cómo en apenas horas consiguieron desmovilizar por completo a su gente. Una gente entre la que había, nadie lo dude, muchísimos elementos dispuestos a llegar hasta el final. Y estoy hablando de derramamientos de sangre y también de muertos. Algo tan asombroso como la pareja capacidad que acreditaron antes los líderes catalanistas para, casi de un día para otro, convertir al irredentismo más exaltado, y sin la menor disidencia interna, a la totalidad de las clases medias autóctonas antes adscritas al tibio pactismo posibilista de la vieja CiU. Ningún dirigente político de Occidente dispone hoy, ni de lejos, de esa capacidad de control absoluto, pétreo, sobre su base sociológica que han acreditado nuestros separatistas. De ahí la pertinencia de la analogía con el caso japonés, una colectividad imbuida del principio asentimiento ante la jerarquía que se reveló capaz de transitar, y sin solución de continuidad, desde el numantinismo suicida frente al enemigo a la colaboración franca y sin límites con ese mismo enemigo. Y todo por obediencia al mando. Japón se rindió porque se rindió el Emperador. Solo por eso. Y los catalanistas se les parecen como gotas de agua. Si ahora se mantiene la máxima presión penal y carcelaria sobre los dirigentes, su rendición final llevará asociada la de la totalidad de las masas de dirigidos. Su gregaria sumisión lanar nos dará la victoria.