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José García Domínguez

Por qué nos matan

Su odio a Occidente no lo aprendieron en ninguna madrasa remota de Pakistán sino en la 'banlieue'.

Si no fuesen franceses de nacimiento las cosas serían mucho más sencillas porque no haría falta que nos hiciésemos preguntas difíciles. Pero resulta que sí son franceses. Al menos, administrativamente. Esos jóvenes que un día agarran un kalashnikov para disparar contra todo lo que se mueva antes de hacerse volar por los aires con una carga explosiva no vienen de las planicies de Siria, de Irak o de Afganistán, sino de cualquier suburbio marginal de la periferia parisina sito a apenas unas cuantas paradas de metro del centro. Y tampoco son hijos airados del islam, como a ellos les gusta creer, sino de algo mucho más prosaico, vulgar y sórdido: el desarraigo cultural y la marginalidad urbana.

Su odio a Occidente no lo aprendieron en ninguna madrasa remota de Pakistán, ni escuchando las prédicas fundamentalistas de algún imán adicto al rigorismo integrista, sino en la humillación cotidiana de saberse portadores de eso que el ensayista catalán Ferran Sáez Mateu ha llamado "una identidad triste". Pequeños delincuentes de poca monta, abonados crónicos a la caridad de los servicios sociales estatales o, en el mejor de los casos, habituales de los subempleos precarios, mal pagados y sin horizonte que nadie más quiere ejercer, lo único que han leído en toda su vida es la prensa deportiva, revistas porno y algún que otro cómic. Del Corán únicamente conocen el título. Y gracias.

Lo saben todo sobre videojuegos de guerra y letras de rap, pero es probable que contadas veces hayan pisado la mezquita de su barrio. ¿Por qué, entonces, hacen lo que hacen? La respuesta, y en eso coincido con el diagnóstico de Sáez Mateu, se antoja en el fondo simple: buscan una identidad. Otra de la que no tener que avergonzarse. Ansían desesperadamente ser lo que no son. Lo que nunca serán. Y es justo lo que les ofrece la ficción islamista. Por eso matan y por eso mueren. Sus padres, al menos, sabían quiénes eran cuando llegaron a Francia con una mano por delante y otra por detrás. En cambio, ellos, la segunda generación que ya creció en el olvido de la práctica tradicional del islam, no. Y aquello que entre nosotros recitaba Raimon resulta que era muy cierto: quien pierde los orígenes, pierde la identidad. Lo poco que queda después, esas identidades tristes, puede matar.    

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