¿Sería algún día factible la independencia de un pequeño territorio tan rico como Escocia si todos los líderes secesionistas escoceses considerasen que el idioma materno propio de la mitad de sus conciudadanos, los habitantes de la futura república soberana, debería ser expulsado, y sin andarse con contemplaciones ni con los niños de 5 años, de todos y cada uno de los rincones de la vida pública e institucional de la nueva nación? ¿Alguién lo puede llegar a imaginar siquiera? Bien, pues justo eso es lo que, como todo el mundo sabe, ocurre aquí, en el País Petit. Y es que si el hilo argumental de la doctrina sobre la población castellanoparlante local que comparte el independentismo se ajustara en algo a la realidad, solo en algo, ahora mismo tendría que haber, como mínimo, un millón de Rufianes repartidos entre las cuatro provincias de la demarcación.
Pero resulta que no los hay. Y la prueba de que no los hay la aportan las propias pesquisas demoscópicas de la Generalitat, que certifican por norma la altísima correlación estadística, muy próxima de hecho al 100% de los sujetos, entre el apoyo activo a la independencia de los hijos y la lengua materna catalana de ambos padres. Ellos creen que los que llaman castellanos son como Rufián, que también renunciarían de grado a sus señas de identidad cultural a cambio de poder vivir mejor. Pero no es así. Rufián, en tanto que triste arquetipo sociológico más digno de pena que de otra cosa, no posee genuina existencia real en Cataluña fuera de los platós de las televisiones. Y sin un millón de Rufianes, desengáñense los más entusiastas, la independencia no va a llegar nunca.
La suprema paradoja es que quienes vienen adoptando, y desde hace cuarenta años, la política más inteligente para evitar que Cataluña se llegue a separar algún día del resto de España resultan ser ellos mismos, los propios procesistas. Una aparente contradicción de la que no procede inferir, sin embargo, que sean estúpidos. Porque no son estúpidos. Bien al contrario, se muestran plenamente conscientes de la existencia de esa barrera contra la ruptura a la que ellos se empeñan en añadir todos los días una fila más de ladrillos. ¿Por qué se empecinan en hacerlo? Pues por una razón simple, a saber: porque su muy atávico indigenismo xenófobo resulta más fuerte aún que el afán por la independencia política. Solo por eso.