Prueba de la definitiva inmadurez política de la España contemporánea es ese sesgo tan suyo que siempre la lleva a asociar el radicalismo extremista con la inteligencia. Ocurrió con ETA, una cuadrilla de rústicos asilvestrados que llegaría a ser tenida por muy sofisticado híbrido entre Maquiavelo, Metternich y Talleyrand. E igual pasa con los líderes catalanistas, objeto secular de secreta admiración por el Madrid más provincial. Cómo entender, si no, el embelesado papanatismo que suscitó durante lustros una figura tan menor como la de Jordi Pujol padre entre las elites mesetarias. O el consternado respeto que igual despierta Artur Mas, otra medianía local tomada por poco menos que la viva reencarnación de Bismarck. Que Mas no va muy allá, sin embargo, lo demuestra su última metedura de pata estratégica, esa Agencia Tributaria de Cataluña que ha presentado a bombo y platillo como la guinda financiera del proceso de construcción nacional.
Y es que su ficción de Hacienda soberana, su aldea Potemkin de los impuestos, ilustra justamente lo contrario de cuanto quiere dar a entender con ella, esto es, la absoluta impotencia de la Generalitat para constituirse en un Estado-nación. Si aún quedara alguna duda sobre la imposibilidad de que Cataluña se separe del resto de España, la inanidad fáctica de su Agencia acabará, sin duda, de despejarla. Ocurre que detrás de toda esa charlatanería rimbombante no hay nada. La Agencia Tributaria Catalana es un carísimo cascarón vacío. Lo desconoce todo sobre la información fiscal de los siete millones y medio de catalanes. E igual lo ignora todo sobre las miles de empresas residentes en su territorio. Artur Mas es un ciego con una pistola.
Llegado el momento, no dispondría del control efectivo de las fronteras, lo que convertiría a Cataluña en un paraíso mediterráneo del contrabando. No sabría ni a quién cobrar los impuestos, ni cuánto dinero reclamar a cada contribuyente individual. Tampoco dispondría de un cuerpo experimentado de altos funcionarios del máximo nivel técnico, algo que únicamente se logra con el rodaje de los años, que garantizase el cumplimiento efectivo de las normas tributarias. En esas condiciones de extrema precariedad documental, una declaración unilateral de independencia equivaldría a una amnistía fiscal extensible al conjunto de los ciudadanos catalanes. Esto es, el estadito catalán quebraría sin remedio cinco minutos después de su solemne proclamación en la plaza de San Jaime. Un político inteligente habría hecho justo lo contrario: primero lograr la transferencia pactada de las principales competencias fiscales, y solo después enseñar la carta secesionista. Pero el presidente de la Generalitat, ay, se llama Mas, Artur.