No va a haber ningún nuevo tripartito en Cataluña, un tercero donde confluyan ERC, socialistas y colauistas o adánicos a fin de desplazar del Gobierno de la Generalitat a esos restos insepultos de CDC que aún lidera el Payés Errante. Fantasear con esa conjetura es una pérdida estéril de tiempo. Tal cosa no va a ocurrir por la sencilla razón de que no puede ocurrir, ya no. Y pensar lo contrario, como a estas horas sucede en algunos cenáculos madrileños, implica no haber comprendido la dimensión histórica, el genuino cambio de paradigma, el radical punto de inflexión que llevaba implícita la efectiva puesta en marcha del procés. Porque si algo ha enterrado, y para siempre, la sublevación que se puso en marcha el pasado uno de octubre, ese algo es el catalanismo político. Hasta aquella precisa jornada, la izquierda y la derecha locales y localistas, esto es, la Esquerra y el tardopujolismo en sus diferentes glaciaciones, habían mantenido la renqueante ficción de que el eje izquierda-derecha todavía era, al igual que en el resto de España y de Europa toda, el principal factor discriminante que permitía diferenciar a los distintos grupos políticos en concurrencia.
Pero la acaso irreparable quiebra de la cohesión social, de la simple convivencia, que ha generado la revuelta ha terminado con ese último resto de normalidad política que quedaba en Cataluña. Ahora mismo, de aquel eje imaginario desde hace bastantes años no queda nada en pie, ni su sombra siquiera. Es un puro espectro. A día de hoy, en Cataluña única y exclusivamente la confrontación ubicua y constante entre las dos lealtades nacionales que escinden en partes casi simétricas a sus habitantes, la indigenista-separatista y la española, sirve para definir el terreno del enfrentamiento político. Solo eso existe. Eso y nada más que eso. Y quien pretendiese obviar tal marco de referencia, ya fuera desde la derecha o desde la izquierda, se vería abocado a desaparecer del espacio político a la velocidad del rayo. Aquel viejo mundo feliz (para las élites de Madrid y Barcelona) en el que los convergentes mercadeaban sus favores a un tanto alzado, ora con el PP, ora con el PSOE, ha acabado para siempre. Como también para siempre habrá que considerar periclitados aquellos parejos apaños mercantiles de la Esquerra de Carod y Puigcercós con la franquicia catalana del socialismo español, cuando no directamente con La Moncloa.
Ese comercio de contrabando ideológico entre los unos y los otros constituía la quintaesencia de lo que justamente estamos enterrando sin demasiados honores fúnebres estos días: el catalanismo. No, nunca más habrá otro tripartito. Entre otras poderosas razones materiales y sentimentales, porque los votantes actuales de la Esquerra contemplan a los socialistas no como el legítimo adversario a batir en buena lid, sino como a enemigos de la pàtria catalana tan despreciables y traidores a la causa de la nació como lo puedan ser sus iguales, los botiflers del PP y Ciudadanos. El cordón umbilical que, pese a todo, había mantenido unidos a los socialistas catalanes con el universo identitario de la Esquerra y los convergentes desde antes de la Transición se rompió, y al súbito modo, cuando Iceta y Sánchez cruzaron el Rubicón al avalar el 155. Desde aquel preciso instante ya no hubo vuelta atrás posible. Ninguna. Aún hay quien no se ha dado cuenta, pero surcamos las aguas ignotas de otro mundo. Un mundo en el que los separatistas solo pueden entenderse con los separatistas. Con los separatistas y con nadie más. Olvidemos, pues, ese asunto. Es pura arqueología política.