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José García Domínguez

Obituario de Artur Mas i Gavarró

Ya sólo puede exprimir al máximo el cuarto de hora de gloria de que Andy Warhol prometió a todos los don nadie de la Tierra.

Es sabido que, a ojos de un periodista, los rasgos personales de los políticos encierran la gran clave, la única de hecho, para entender la realidad. Los historiadores, en cambio, suelen atribuir escasa trascendencia, cuando conceden otorgarle alguna, al carácter y rasgos subjetivos de los individuos. Para ellos, eso que Ortega llamaba la "circunstancia" es en todo momento lo determinante a efectos de comprender los movimientos de piezas en el tablero. Y la verdad es probable que se encuentre en algún lugar incierto entre esos dos extremos. Artur Mas i Gavarró no fue (procede ya hablar en pasado) ni un genio ni un malvado, tampoco un iluminado o un loco. Mas fue un político de derechas vulgar y corriente que se quiso convencer a sí mismo de que podría eludir el destino fatal que la Gran Recesión de 2008 había reservado a todos los políticos vulgares y corrientes que en aquel instante ocupasen el poder, esto es, perder las elecciones.

De hecho, logró encarnar hasta ayer mismo al único superviviente entre los mandatarios de alguna relevancia en la Europa del Sur que tuvieron que capear aquel temporal. En última instancia, todo el ruido y la furia desatados por el llamado proceso remiten a su muy personal e intransferible afán por mantenerse en el poder. Pero iniciar ese viaje a ninguna parte exigía, de entrada, transversalizar la política catalana. Romper el espinazo del eje izquierda-derecha, la divisoria clásica en cualquier lugar normal, constituyó el requisito primero e ineludible de la nueva estrategia. Algo que lo empujaba en brazos de sus adversarios tradicionales, la Esquerra y sus satélites juveniles antisistema. Mal asunto. Hombre por lo demás dotado de inteligencia y formación técnica notables, Mas era eso que en España se valora siempre tanto: un pillo.

Manejaba con suprema destreza el regate corto, la triquiñuela ingeniosa, el mercadeo de cartas por debajo de la mesa y el sinfín de marrullerías teatrales que aquí se suelen tomar tantas veces por indicios ciertos de clarividente genialidad. Así, chantajeó al Estado y, a su vez, fue chantajeado por sus socios sobrevenidos. Hasta perder el control de la situación. Y perderlo por completo. Iceta, uno de los escasos profesionales que todavía quedan en un Parlament reconvertido en asamblea permanente de alumnos de primero de Letras, se lo recordó en el debate: CiU, esa alma en pena, la difunta insepulta, contaba con 62 diputados propios cuando comenzó esta historia. Luego, con el viaja a Ítaca en marcha, bajó a 52. Y ahora mismo apenas roza la treintena. Un desastre sin paliativos, se mire como se mire. Está muerto. De aquí al 20 de diciembre, seguirá jugando los minutos de la basura. Es lo único que le queda: exprimir al máximo el cuarto de hora de gloria que Andy Warhol prometió a todos los don nadie de la Tierra. Luego, solo un segundo después de que se cierren las urnas españolas, llegará la dulce Neus. Sic transit.        

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