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José García Domínguez

Noticia de Pippi Calzaslargas

La pecosa Pippi simbolizaba la definitiva superación dialéctica de todas las contradicciones del modo de producción capitalista. Fue ella quien fijó las bases del gran compromiso histórico entre Marx, los déficits públicos estructurales y Peter Pan.

Atónito, leo en El Periódico de Catalunya que Pippi Langstrum, más conocida por Pippi Calzaslargas, acaba de cumplir cincuenta años. Aún consternado, intento descubrir alguna pista suya en la fotografía de una señora sueca con aire de pensionista del INSERSO de vacaciones en Torremolinos que, de dar crédito al diario, sería Inger Nilsson, la ex niña que diera vida al personaje. Y tras mucho mirar y remirar, resulta que sí, que algo en ese rostro anodino recuerda vagamente a nuestra Pippi. Carpe diem.

Mi generación, que es la de Zapatero, estrenó el uso de razón política mucho más marcada por la socialdemocracia libertaria de Pippi Calzaslargas que por Mao, Stalin, Trotsky y aquella recua de charlatanes de La Sorbona que aún sobrevive atrincherada en la memoria sentimental de nuestros hermanos mayores, los paleoprogres. Y es que lo suyo era otra cosa. En realidad, la pecosa Pippi y sus amigos simbolizaban la definitiva superación dialéctica de todas las contradicciones internas y externas –si las hubiere– del modo de producción capitalista. Al cabo, fue ella, Pippi, quien fijó las bases del gran compromiso histórico entre Marx, los déficits públicos estructurales y Peter Pan.

Hacer siempre y en todo momento lo que a uno le diese la real gana, vivir el instante, al día y del aire cuando no de los padres o el Estado, sólo obedecer el muy imperativo mandato de Rimbaud –"Hay que ser absolutamente moderno"– y negarse firme, terca, obstinadamente a crecer. He ahí el modelo ético y estético, el paradigma vital, el referente como dicen los periodistas, encarnado por aquel pequeño icono nórdico, saltarín y pelirrojo, ¡ay!, condenado a desaparecer ahogado entre los michelines de la señora Nilsson.

Apenas medio siglo antes de su súbita irrupción en nuestra infancia, Stefan Zweig recordaba en El mundo de ayer: "[en los años veinte] El que quería triunfar en la vida se veía obligado a recurrir a todos los disfraces posibles para parecer más viejo de lo que realmente era (...) Los diarios recomendaban productos para adelantar la aparición de la barba". Los médicos recién salidos de la universidad se esforzaban por conseguir una barriguita lo más oronda posible, amén de cargar sus narices con gafas de montura de oro, aunque su vista fuera perfecta, "ello pura y simplemente para dar a sus pacientes la impresión de que tenían experiencia...".

Y pensar que ya casi estaba a punto de empezar la férrea dictadura de los perpetuos adolescentes que, a su modo, nos anticipó Pippi.

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