Se marchen por las buenas, o sea con acuerdo, o se marchen por las malas, o sea sin acuerdo, no va a pasar nada. O casi nada. El Brexit, toda esa histriónica dramatización truculenta que lo rodea, recuerda mucho a aquella otra campaña mediática de agitación apocalíptica en torno al llamado Efecto 2000, el fatal cambio en la configuración horaria interna de los ordenadores que iba a provocar poco menos que el fin del mundo ¿Quién se acuerda hoy del Efecto 2000? Nadie. No se acuerda nadie porque nada ocurrió. Pues con el Brexit sucederá lo mismo. Después de todo el ruido y la furia, tampoco nada ocurrirá. Y no ocurrirá nada, nada crucial se entiende, porque ni los británicos ni los europeos continentales vivimos en el primer tercio del siglo XX. Pequeño detalle, ese del marco temporal, que nadie parece tener en cuenta a la hora de seguir echando leña y más leña demagógica y alarmista al fogón de la opinión pública.
Porque si estuviésemos en, pongamos por caso, 1930, la salida del Reino Unido de la UE hubiese acarreado graves consecuencias inmediatas, tanto para ellos como para nosotros. Pero estamos en 2019. Y en 2019 las barreras arancelarias internacionales no es que sean bajas, es que son insignificantes. Completamente insignificantes. Los británicos, cierto, todavía no tienen que pagar un céntimo por poder comerciar con el resto de los europeos. Pero es que el día que terminen de marcharse, y eso es lo que no se está diciendo, lo que vendrán obligados a abonar por seguir haciéndolo supondrá un monto ridículo. Sépase al respecto que ahora mismo, hoy, el nivel medio de los aranceles que gravan a los productos extranjeros que acceden al mercado interno de la Unión Europea no sobrepasa un testimonial 3%. Todos esos llantos y crujir de dientes son por un mísero 3%. Un 3% que es lo mismo que, en promedio, vienen pagando todas las empresas norteamericanas desde hace décadas por poder colocar sus manufacturas en territorio comunitario. ¿Y alguien ha visto a las multinacionales yanquis rasgarse alguna vez las vestiduras por el quebranto de abonar esa propina a Bruselas a cambio de comerciar con la UE? No va a pasar nada de nada. O casi nada.
Los españoles, sin ir más lejos, y como los españoles el resto de los ciudadanos comunitarios, podrán seguir desplazándose al Reino Unido para buscar trabajo cuando lo consideren oportuno. Y eso seguirá siendo así en el futuro, le guste o no a Boris Johnson. Al igual que ocurre, por cierto, en Suiza, país que presume de no pertenecer a la Unión Europea. Los suizos, es sabido (o debería ser sabido), no pueden oponerse a que un español se instale en Berna para trabajar. Y no pueden oponerse porque, si quieren seguir teniendo acceso a nuestro mercado, están obligados a incorporar a su legislación nacional todos los reglamentos comunitarios, con independencia de que no sean miembros de la UE. Son lentejas. Las mismas lentejas que se tendrá que tragar Boris si pretende que sus empresas puedan vender una escoba a este lado del canal. Suiza tiene que guardar todos los días su orgullo nacional debajo de una piedra para hacer negocios con Europa. Y a los británicos les ocurrirá lo mismo. Lo dicho, no va a pasar nada. O casi nada.