Repárese por un instante en esa visceralidad tan atávica, tan primaria, tan extrema, tan intransigente, la que impregna el fanatismo fundamentalista de los defensores acérrimos del modelo lingüístico que excluye hasta del último rincón de los colegios, patio y pista de deportes incluidos, al odioso idioma del enemigo. Es cualquier cosa menos racional. Porque nada puede tener de racional una posición cuyas consecuencias dejan estragos dañinos también entre los mismos que la postulan. A fin de cuentas, los niños catalanohablantes de la Cataluña interior resultan ser acaso las primeras víctimas de un sistema escolar del que salen con un conocimiento en extremo rudimentario y tosco del castellano, un idioma cuyo dominio les resultará imprescindible en la vida adulta.
Entender el aparente absurdo de actitudes tan irracionales como esa que mantienen con la cuestión de la lengua es empezar entender la trastienda indigenista que el catalanismo siempre ha tratado de ocultar tras una bella pantalla retórica plagada de apelaciones a la cultura y el afán cívico y de modernidad. La gran suerte que tienen los nacionalistas catalanes es que en Madrid les gritan, pero no les leen nunca. Si les leyeran, sabrían también que el impulso primigenio que galvaniza todo ese apasionamiento exaltado y acérrimo, el que les empuja a procurar el mal para sus propios hijos, no tiene nada que ver con el deseo de lograr privilegios económicos para su territorio o con otras demandas más o menos prácticas por el estilo.
Y es que, en puridad, eso que nosotros y ellos llamamos nacionalismo catalán, en efecto, es catalán, pero posee muchísimos más rasgos propios de un movimiento indigenista que de cualquier nacionalismo convencional. Junqueras, Puigdemont y los dos millones de fieles que les votan y les seguirán votando siempre, toda la vida, hagan lo que hagan, gestionen o no gestionen, roben o no roben, triunfen o fracasen, quieren la independencia no para que los ciudadanos de Cataluña vivan mejor fuera de España que dentro, sino para que los catalanes auténticos, o sea ellos mismos, no acaben diluyéndose como grupo demográfico específico en medio de las grandes corrientes migratorias que desde hace más de un siglo fluyen hacia Cataluña. No es la pela, es la tribu.