Pedro Sánchez Castejón será investido presidente del Gobierno de España en la primera semana de marzo con el apoyo expreso de Ciudadanos y el aval tácito de alguno de los dos grupos que se sitúan en los extremos del Hemiciclo, PP o Podemos. Es sabido que el aleteo errático de una mariposa en el corazón de la selva de Borneo puede provocar un huracán en Australia. De idéntico modo, las dudas de algún ignoto gestor de fondos de pensiones en Texas sobre la solvencia de la banca comercial holandesa van a determinar que sean Pablo Iglesias o los albaceas testamentarios de Rajoy quienes apuntalen en la sesión de investidura la inminente coalición de los partidos del centro. Porque, a estas inciertas horas, los mismos expertos oficiales que hace apenas treinta días andaban predicando a los gentiles la buena nueva del final de la Gran Recesión ya se han visto forzados a admitir que no tenían ni idea de lo que en verdad sucedía. Y eso, la abrumadora constatación empírica en los mercados de que el desastre todavía va para largo, está llamado a tener una consecuencia inmediata en las negociaciones para formar Gobierno en España; de hecho, ya la ha tenido.
Porque el nuevo maremoto en las expectativas económicas globales obliga –y conjugo ese verbo en presente– a subir la presión fiscal en el Reino de España ahora mismo. Sí, ahora mimo. Tras todo lo que está pasando en la Bolsa y en los mercados de deuda, al nuevo Ejecutivo, lo apoye quien lo apoye, no le va a quedar otro remedio que forzar un incremento de la recaudación tributaria del Estado. Y forzarla a muy corto plazo, ya. Algo, a diferencia del muy socorrido recurso a la emisión de bonos soberanos, que nunca sale políticamente gratis. Pero habrá que hacerlo. No queda otro remedio. Porque Bruselas bajo ningún concepto va a permitir la flexibilización en este instante de los objetivos de déficit. Piérdase toda esperanza, eso no va a ocurrir. Y la razón se llama sistema financiero. El desencuentro intelectual entre la elite dirigente norteamericana y la europea a la hora de diseñar una política económica común frente a la crisis remite a esa mima cuestión, la de la banca. En el fondo, la austeridad europea tan empecinadamente impuesta por Berlín no tiene más explicación lógica que el temor a que los miembros de la UE no fuesen capaces llegado el momento de rescatar a sus grandes grupos financieros nacionales.
Estados Unidos, con una máquina de fabricar billetes en los sótanos de la FED, una moneda de reserva mundial y unos bancos domésticos mucho más pequeños y manejables que los mastodontes europeos, pudo permitirse una política anticíclica de expansión fiscal. Europa, no. Ni pudo ni puede. La cuestión es simple: si los bancos estornudan, Bruselas tiembla. Y los bancos no paran de estornudar de un tiempo a esta parte. De ahí que la eventual vista gorda con el déficit español resulte una quimera. Así las cosas, descartado el miope dontancredismo del PP, el perentorio plan de urgencia social que evite una revuelta del pan a la tunecina –acaso un híbrido de las propuestas de PSOE, Ciudadanos y Podemos– solo podrá financiarse armonizando el tipo efectivo del Impuesto de Sociedades. Las grandes empresas tendrán que tributar de una vez por todas igual que las pymes. Ya agotados los recursos ordinarios del Estado, esos que fueron diseñados en su día para afrontar las crisis ordinarias, izar un último muro de contención frente a la pulsión antisistema costará entre un 1 y un 2% del PIB. Si el establishment es inteligente será el primero en querer pagarlo de grado. Si les parece muy caro, pueden leer a Lenin ahora que acaba de reeditarse en español su ¿Qué hacer? Esa, la tributaria, es la almendra de la negociación que en este mismo instante mantiene el presidente Sánchez con sus interlocutores. "O Mas o marzo" repetían sin cesar todos los altavoces mediáticos de CDC en vísperas del parto de los montes catalán. Y ni Mas ni marzo. "O Frente Popular o elecciones" replican ahora sus pares de la capital. Y ni lo uno ni lo otro. Al tiempo.