Conocí a Miquel Iceta un par de semanas después de que el guardia civil Tejero asaltase el Congreso de los Diputados con estruendo chabacano. El 23-F fue un revulsivo súbito para muchos que habíamos militado en la izquierda más o menos quimérica en la Transición y que caímos en aquello que se dio en llamar el desencanto después de las primeras elecciones democráticas, cuando se nos hizo desoladoramente evidente que la sociedad española no quería saber nada de revoluciones. Pero tras lo de Tejero, aquel tabernario bochorno, bastante gente que había conocido la clandestinidad en el tardofranquismo, casi todos antiguos comunistas, sintió la necesidad de volver a la política activa. Así que, a través de un conocido común que me proporcionó su teléfono, nos citamos en el bar de la Facultad de Económicas de Barcelona, donde yo estudiaba y él hacía ver que estudiaba ( tras matricularse un año en Químicas, Iceta estaría cursando durante cinco años seguidos el primer curso de Económicas antes de consumir todas las convocatorias legales y ser expulsado de la Facultad). Los dos teníamos muy poco más de veinte años cumplidos - en aquella época se crecía deprisa- y ambos habíamos pasado ya por otros partidos, él por el PSP de Tierno y yo por el PSUC. A nuestros comunes veintipocos, la diferencia era que Iceta ya disponía de un despacho en el Ensanche de Barcelona, una secretaria, un coro de rendidos aduladores a los que ir colocando en ayuntamientos y diputaciones, amén de una nómina de liberado con catorce pagas al año más dietas y gastos de representación.
El de Iceta es un caso raro por lo demás. Los políticos profesionales que no conocen ningún otro mundo laboral fuera del partido suelen ser tipos listos, despiertos, muy astutos. Pero nada más. Sus dos grandes protegidos, Pepe Zaragoza y Carlos Ruiz Novella, el alcalde de Viladecans, son así. Sin embargo, Iceta, perito también en esas zorrerías tan típicas de los aparatos, es, pese a carecer de formación académica reglada, una persona culta y de gran inteligencia natural, atributos ambos completamente exóticos en ese universo sórdido, el de las tripas del partido, donde ha transcurrido su vida toda. La segunda vez que nos vimos ya fue en la sede de Filesa. Y la mayor parte de los otros cientos de encuentros personales que íbamos a tener antes de que yo decidiera marcharme del PSC también transcurrieron en la sede de Filesa. Porque el despacho oficial de Iceta estaba ubicado en un anexo de otro más grande que ocupaba su jefe y asimismo jefe máximo de Filesa, Josep Maria Sala. Todo el entramado delincuencial orquestado en aquel gran despacho con un pequeño anexo, el que acabó con los huesos de Sala en la cárcel por haber extorsionado a cientos y cientos de empresarios con el propósito de hurtar dinero para el PSOE, vio la luz a menos de dos metros escasos de la silla donde se acomodaba todos los días el inminente presidente del Senado del Reino de España y cuarta autoridad del Estado.
La gran suerte que tiene el candidato Iceta es que en España nadie consulta las hemerotecas, y menos que nadie los periodistas. De ahí que en estas vísperas todavía ningún periódico haya desempolvado aún los tres artículos consecutivos, tres, que publicó en el diario El País acusando de prevaricadores a los magistrados del Tribunal Supremo que habían condenado a prisión al jefe de Filesa, o sea a su propio jefe, Josep María Sala. Tres genuinas apologías de la delincuencia común, tres, las firmadas entonces por el próximo presidente del Senado, que Iceta tituló Error judicial (la primera), Prevaricación e imparcialidad judicial (la segunda) y Un inocente en prisión (la tercera). De esta última, la de su tan inocente jefe y amigo entre rejas, reproduzco el glorioso párrafo que sigue:
"Y si la sentencia es injusta, lo es doblemente para Josep María Sala, persona inocente condenada por delitos que no cometió. En el PSC sabemos bien que no tuvo nada que ver con delito o irregularidad alguna. Nunca tuvo relación con Filesa. Es lógico que se piense que los socialistas proclamamos su inocencia por razones políticas y de solidaridad personal. Pero lo relevante es que la sentencia no prueba su culpabilidad, vulnerando así la presunción de inocencia".
El tipo que firmó eso puede ser la cuarta autoridad del Estado si, entre otros, Albert Rivera lo permite.