Aunque con frecuencia no lo parezca en absoluto, Cataluña forma parte de Europa y también de eso que se suele llamar Occidente. Para bien y para mal, los catalanes vienen participando, y desde hace más de un milenio, de todas las grandes corrientes generales que acontecen en esta región geográfica, económica, política y cultural del mundo. De ahí que, en el fondo, el procés no haya sido otra cosa más que la muy peculiar versión local del instante populista que ahora mismo están viviendo tanto Europa como Norteamérica. Desde Trump a Le Pen, pasando por sus innúmeros sucedáneos nacionales, los nuevos populistas que traía oculta en la recámara la Gran Recesión de 2008 comparten todos ellos un elemento programático ubicuo: la retórica antipolítica y la gesticulación anti-establishment.
Rasgo general que en ciertos contextos específicos, el español y catalán por ejemplo, va acompañado de una fuerte componente generacional. Así, la variante hispana del populismo, y tanto la de izquierda como la de derecha, ha prendido, sobre todo, entre el electorado urbano y menor de cuarenta años. Entre nosotros, eso que ahora llaman nueva política es una heterodoxia esencialmente juvenil y juvenilista. Singularidad ibérica que se explica por el impacto diferencial de los sufrimientos de la crisis que ha padecido –y padece– ese grupo de edad. Una componente biológica, la que se deriva del protagonismo tan destacado de los jóvenes en la corriente de rechazo a los partidos tradicionales, que es lo que terminaría llevando a la catástrofe a los líderes de la asonada catalanista de octubre. A fin de cuentas, a Mas, primero, y a Puigdemont, después, se les fue de las manos el control de la situación por efecto de la hipermovilización maximalista de esa parte de su propio electorado, la que estaba –y está– dispuesta a pasar por encima de ellos en caso de que renunciasen en el último instante a conducir el barco contra las rocas.
Una disidencia latente que Puigdemont, político menor pero en extremo intuitivo, ha sabido capitalizar desde el instante mismo de su nada heroica huida. Paradoja de las paradojas, su supremo acierto tras el desastre de la asonada fue saber desmarcarse a toda prisa del PDeCAT, ese intento fallido de enterrar la imagen clientelar y corrupta de la vieja Convergencia de Pujol. Tan inesperado, el éxito electoral de Junts per Catalunya demuestra que la astucia campesina del Payés Errante supo adivinar la nueva dirección del viento. Por eso les va a resultar tan difícil matarlo, ahora que el guión ya lo exige de forma perentoria. A imagen y semejanza de CiU, el PDeCAT sigue siendo una inmensa red clientelar que necesita de modo irrenunciable el control del erario público para mantener unida a su parroquia más tradicional. Un imperativo, el del control de la Administración, por el que están dispuestos a sacrificar lo que sea, empezando por el ido. Olvidan, sin embargo, que quien triunfó en la urnas, y contra toda esperanza, fue Puigdemont, no el partido, desaparecido en combate desde que la CUP defenestró a Mas. Si se empeñan en matarlo, que no en otra cosa andan en el PDeCAT, se escindirá para comparecer con su propia lista en las enésimas elecciones anticipadas. Y vuelta a lo mismo.