¿A qué viene todo ese entusiasmo ecuménico tras la primera vuelta de las presidenciales francesas? A fin de cuentas, los dos grandes partidos que dieron fondo y forma a la Francia contemporánea tras el final de la Segunda Guerra Mundial acaban de ser literalmente barridos del mapa. ¿Debería constituir eso un motivo de supremo gozo para cualquiera con un par de dedos de frente política? Pese a sus muchos pecados, los gaullistas y los socialistas, al menos, eran algo reconocible. ¿Qué es Macron, en cambio? Poco, muy poco más que producto del marketing político. Estudiado posicionamiento en un mapa de coordenadas multidimensional, y posterior segmentación de los mercados objetivo a través de imágenes y eslóganes específicos dirigidos a cada nicho de consumidores potenciales, los dos principios axiales de la mercadotecnia, aplicados no a la comercialización de un nuevo champú anti-caspa sino a la elección del presidente de la República Francesa. He ahí, por lo demás, la suprema magia del marketing, esa alquimia prodigiosa que en apenas medio año ha sido capaz de reconvertir a la mano derecha y ministro de Economía de Hollande, el dirigente más detestado del país desde Pétain, en un refrescante bálsamo impoluto surgido de la sociedad civil para regenerar el discurso acartonado de las viejas elites del establishment. Como si Macron nunca hubiese tenido nada que ver con la anodina mediocridad que ha habitado el Elíseo durante los últimos cinco años.
En el año 17 del siglo XXI, la mitad de los franceses, habitantes de uno de los países más desarrollados, ricos y cultos del mundo, está contra el sistema. Y si todavía no han ganado las elecciones es únicamente porque, de momento, se hallan divididos: los unos han abrazado el racismo y los otros el altermundismo. Toda una quiebra radical de los grandes valores colectivos que han inspirado y sobre los que se ha asentado la democracia liberal en Francia frente a lo que únicamente se contrapone el manido recetario tecnocrático de los economistas. Un recetario que, en el caso de la marca Macron, ni siquiera aporta demasiado de original. Y es que el suyo es un programa que recuerda bastante a la sopa menestra de ideas convencionales de derecha ortodoxa sazonadas con una pizca de keynesianismo no menos convencional del primer ministro de Japón, Shinzo Abe. Así, junto a una reducción del impuesto de sociedades a las grandes empresas, que pasaría del 33 al 25%, Macron aspira, cómo no, a acabar con la legislación laboral de la Quinta República, algo que ya intentó sin demasiado éxito en su etapa ministerial.
Por lo demás, planea invertir 50.000 millones de euros durante cinco años, pero a cambio de reducir el gasto público en otros 60.000. Una manera ingeniosa de decir que va a mutilar el presupuesto en 10.000 millones. O sea, lo de siempre. Macron ganará, eso nadie lo duda, pero tendrá a tres cuartas partes de los franceses en contra. Macron es un europeísta confeso llamado a gobernar un país en el que 52% de sus ciudadanos rechazó ratificar todos los tratados de la UE contenidos en el frustrado proyecto de la Constitución Europea. Macron es un multiculturalista poscristiano llamado a gobernar en un país en el que la mitad de la población, tanto los que votan a la extrema derecha pura y dura como los que se alinean en torno al conservadurismo respetable de Fillon, combate de modo militante esa renuncia suya a las viejas esencias de la identidad nacional. Macron, en fin, es un devoto creyente en las virtudes de la globalización que deberá lidiar a diario con esa media Francia transversal que ha vuelto a levantar, y con más entusiasmo que nunca, la bandera del Estado-nación. Demasiadas tareas, quizá, para una simple marca comercial.