Se podría decir que en Cataluña han comenzado a correr los minutos de la basura a partir del anuncio oficial de la candidatura del Payés Errante hecho público por ese padre de familia de 38 años que responde por Torrent. Pero no se puede porque en Cataluña ya estamos en el siglo de la basura desde el lejano instante en que Mas nos comunicó urbi et orbi que los siete millones y medio de pobladores del país petit íbamos a ser invitados a un crucero a Ítaca con todos los gastos pagados. Restos, sobras y deshechos al margen, lo único cierto y seguro a estas horas es que Carles Puigdemont no será el próximo presidente de la Generalitat. Seguro y cierto, digo. Porque el corazón de los catalanistas asilvestrados acaso tenga razones que la razón no entiende, pero la aritmética no conoce de esas bagatelas. Y lo que dicta la aritmética es que, se ponga como se ponga, los números no le salen a Puigdemont. Simplemente, no le salen. Pues ocurre que el Reglamento de la Cámara deja bien claro que el candidato propuesto solo podrá ser investido si logra la mayoría absoluta de los votos del Hemiciclo en primera instancia, objetivo quimérico para los separatistas, o si, ya en una segunda votación, fuese capaz de cosechar más apoyos que repudios por parte de los diputados presentes.
Pero, como es sabido, los electos levantiscos que no son competencia exclusiva de la Guardia Civil por encontrarse en situación procesal de búsqueda y captura disponen de 65 escaños escasos en el Parque de la Ciudadela. Los mismos 65 que suman, juntos y revueltos los grupos todos de la oposición. Algo que no sería un problema para los sediciosos escaldados si la Reina de la Ambigüedad se hubiera vuelto a mantener equidistante. Pero resulta que Colau ha impartido órdenes expresas a Domènech para que le administre la extremaunción al ido. Empate, pues. Y el Reglamento es de una claridad inmaculada al contemplar esa eventualidad: el candidato, para ser elegido, necesita contar, al menos, con la mayoría simple de los sufragios emitidos. Por tanto, tras el postrer ruido y la última furia crepuscular, el histrión de la triste estampa tendrá que hacerse a un lado. So pena que el padre de familia Torrent quiera inmolarse por la causa, hipótesis harto improbable. Porque ese Torrent es, sí, un separatista convicto y confeso, pero no parece un tarado.
Esa joven estrella emergente no se va a jugar el futuro de sus dos hijos pequeños por los delirios de grandeza del Payés Errante. El precedente de Forcadell, aquella noche aciaga suya sobre un camastro de Soto del Real, está muy presente en el ánimo más bien medroso de la tropa de la Esquerra. Pero si Torrent hiciera honor a su apellido y se revelara un orate súbito a última hora, si la Mesa por él presidida violentara tanto la letra como el espíritu de la norma que rige el proceso de elección de la máxima autoridad del Estado en la plaza, ni tan siquiera en esas circunstancias Puigdemont podría ver consumado su burdo afán de ser promovido de nuevo a la presidencia de la Generalitat. Y es que, materializada esa circunstancia extrema, aún faltarían un par de requisitos formales, ambos insoslayables por lo demás, para poder dar por concluido el trámite de designación de un nuevo presidente de la Generalitat. Porque nadie puede tomar posesión formal de ese cargo oficial, ni de ningún otro, sin que su nombre aparezca publicado con la preceptiva antelación tanto en el Diario Oficial de la Generalitat como en el Boletín Oficial del Estado. Dos periódicos diarios que en este preciso instante comparten un mismo director, cierto Mariano Rajoy Brey. El extraviado no quiere entenderlo, pero su hora ya pasó.