Ciudadanos, el novísimo partido trasplantado a Madrid cuando el miedo bien real a Podemos comenzó a extenderse como una mancha de aceite por aquella España a punto de verse intervenida por la Troika y en caída libre de los peores instantes de la crisis, va a desaparecer. Lo absorberá, no constituye ningún secreto para nadie, el PP. Con la prima de riesgo abocando al Estado a las lindes mismas de una declaración internacional de suspensión de pagos y con el prestigio de las élites políticas hasta entonces hegemónicas hundido en el fango por la corrupción crónica y estructural de PP y PSOE, España necesitaba, y con urgencia además, un Podemos de derechas, tal como en su día verbalizó con alguna imprudencia el banquero Oliu. Y Ciudadanos, al menos en su primera etapa, la regeneracionista y moralizante, fue justamente eso. Pero si la España desquiciada de la amenaza inminente de bancarrota necesitaba un Podemos de derechas que ejerciera de cortafuegos frente a los de Iglesias, la Cataluña no menos desquiciada, aquella de la resaca del Tripartito y las largas vísperas agitativas e histriónicas del golpe del 1 de Octubre, requería un PP de izquierdas.
Y también eso mismo, un sui generis e inopinado PP de izquierdas, fue en realidad Ciutadans, el germinal balón de oxígeno alumbrado por el periodista Espada y sus amigos diletantes de Barcelona ante la deriva ya abiertamente soberanista del PSC de Maragall. Extravagante encaje ideológico de bolillos de difícil viabilidad futura, ese de tratar de agrupar bajo unas mismas siglas a la facción de la izquierda sociológica catalana harta de las veleidades filonacionalistas de la socialdemocracia doméstica y, al otro lado del Ebro, a la joven derecha sociológica irritada con el PP tecnocrático que les subía los impuestos por exigencia de Bruselas. Extravagancia que llegaría al súmmum cuando el difunto Albert Rivera asumió el descabellado propósito estratégico de convertirse en la alternativa al partido de referencia del conservadurismo español de toda la vida. Porque igual que no se puede ser a la vez el Bolívar de Cataluña y el Bismarck de España, tampoco resulta factible competir electoralmente con Ada Colau en el distrito de Nou Barris de Barcelona, ese que pasó sin solución de continuidad del rojo al naranja y del naranja al morado, y compartir cartel y coche oficial con el PP en Madrid o Andalucía. Simplemente, eso no puede ser. No puede ser y punto.
Igual que en sus respectivos momentos el CDS o la efímera Operación Reformista, el destino de lo que queda de Ciudadanos también pasa por diluirse discretamente en el Partido Popular. Con una única excepción: Cataluña. En ese territorio comanche, lo más inteligente sería que Casado y Arrimadas reprodujesen el modelo de Unión del Pueblo Navarro, una marca de estricto ámbito local confederada con el partido nacional pero provista de la independencia organizativa y programática que le permita alcanzar un ámbito de influencia electoral mucho más amplio del que nunca podría llegar a conseguir el PP en Cataluña. El mismo modelo de éxito que, por mucho que nos pese, consiguió alcanzar el PSOE tras su matrimonio de conveniencia con el PSC. Con el modelo UPN se podrían salvar bastantes muebles del naufragio, quizá algo más de la mitad. Y en el mejor de los casos. Pero no nos engañemos, el prodigio de que Ciudadanos lograra arrancar de los brazos del PSC a la izquierda españolista no se volverá a repetir. Así las cosas, o surge el partido de esa izquierda catalana no nacionalista que los locales llevamos cuarenta años esperando en vano o el constitucionalismo volverá de nuevo a la estricta marginalidad. Así de simple y así de duro.