Como cada año por estas fechas, la máxima autoridad del Estado español en Cataluña, plaza hoy ocupada interinamente por el testaferro Torra, ha aprovechado otro aniversario del fusilamiento de Lluís Companys en el patio del castillo de Montjuich para culpabilizar al Estado español de aquella muerte trágica. Una rutina propagandística, por lo demás. Tan odiado en vida (Estat Català intentó asesinarlo en 1937) por los elementos más hiperventilados y fanáticos del separatismo de su época –los Badia, Dencàs, Cardona, Casanovas o Torres Picart, aquellos racistas filonazis que tanto admira ahora el testaferro Torra–, Companys ocupa una función icónica central en esa imaginativa ficción novelada que en la Cataluña actual usurpa el lugar que debiera corresponder a la crónica histórica objetiva. Y es que el guión de esa narración canónica en forma de cuento, la que todos los escolares locales contemporáneos aprenden en los colegios, recrea un pasado virtual en el que los catalanes no tuvieron absolutamente nada que ver ni con el apoyo civil al bando franquista sublevado el 18 de julio de 1936 ni con el largo régimen dictatorial al que daría lugar luego su victoria en la guerra. Cataluña, según el índice del cuento, fue por completo ajena a todo aquello.
De ahí que, a efectos de hacer la relación convincente de entrada, en el juicio y posterior ejecución de Companys no deban aparecer en escena, y bajo ningún concepto, nombres o apellidos catalanes. Puesto que el guión exige de modo insoslayable que no podía haber franquistas ni falangistas catalanes, hubo que hacer desaparecer de la memoria oficial cualquier rastro de comprometedora catalanidad genuina en el martirologio mítico del president. A Companys solo podían haberlo matado los fascistas españoles residentes en Cataluña, en ningún caso catalán legítimo alguno. Razón por la cual en las decenas y decenas de reportajes televisivos y piezas hagiográficas de todo tipo que se han realizado sobre el acontecimiento solo aparecen apellidos castellanos cuando se hace mención a cuantos tuvieron algún papel en el consejo de guerra. Pero como en España no hay mejor manera de conservar un secreto que publicarlo en un libro, a Jordi Pujol no se le ocurrió mejor idea en 1999 que editar con cargo a la Generalitat una reproducción facsimil con todas las actas mecanográficas de la causa 23.468 contra el reo Lluís Companys i Jover, la que tuvo lugar en el castillo de Montjuich entre los días 3 y 15 de octubre de 1940.
Así, gracias a Pujol, cualquiera puede constatar con solo ojear ese documento que, de entrada, los tres principales testigos de cargo que depusieron testimonios acusatorios contra Companys fueron tres catalanes de indubitada cepa. Y no tres catalanes del montón, por cierto. Porque, azares del destino, resulta que el primero de ellos respondía por José Tapies Mestres, por más señas el padre del célebre pintor Tàpies, uno de cuyos lienzos abstractos preside, para más inri, la sala oficial en la que se reúne el Gobierno de la Generalitat de Cataluña. Pero es que otro de los acusadores más significados en el proceso de Companys resultó ser cierto Carlos Trías Bertrán, jefe provincial accidental del Movimiento en la provincia de Barcelona, según aclaran las actas del juicio, y tío de Xavier Trías, el último alcalde convergente de Barcelona. Por su parte, el tercero de los testigos de la acusación privada respondía por Joaquim Maria Balcells i Serch, lo que tampoco nos parece remitir a una genealogía precisamente madrileña. Pero es que en los legajos del expediente Companys igual aparece un Lluís María Callís i Farriol, médico militar y teniente forense destinado en el castillo de Montjuich durante aquellas fechas. Militar catalán, por cierto, que no fue el único soldado oriundo de la tierra presente en la sala.
Sin ir más lejos, el abogado defensor de Companys, el teniente de artillería Ramón de Colubí, también era catalán por los cuatro costados. Tan catalán por todos los costados posibles como el propio juez instructor de la causa, el general Ramón de Puig. O como el acusador oficial, el fiscal jurídico militar Salvador Rodríguez i Molins. O como el general de brigada Pompeyo Masferrer, que ejerció de vocal en el consejo de guerra. O como, en fin, Antoni Fernàndez i Ferrer, el funcionario de la Generalitat, en concreto del Departamento del Presupuesto, que también ejerció como testigo de cargo contra Companys en Montjuich. Nombres y apellidos que la historiografía oficial catalana se ha encargado de hacer desaparecer con la misma técnica que utilizaban los funcionarios de Stalin para hacer invisible a Trotsky en todas las fotografías de los archivos de la revolución de octubre. La misma.