Asegura estos días a quien quiera oírla la muy bisoña ministra del ramo de la educación que los escolares catalanes acreditan un nivel medio de conocimiento de la lengua común española equiparable al del resto de sus iguales en el conjunto del país. Y, sin entrar en el fondo del asunto, honduras a las que se puede acceder tan solo escuchando un rato al portavoz oficial de Junts per Catalunya, un treintañero de Valls que no logra hablar en castellano durante las ruedas de prensa porque simplemente no sabe, la pregunta que procede formular a la ministra es la de cómo puede acreditar tal aserto. ¿Cómo puede disponer la señora ministra de información objetiva sobre el grado de conocimiento del idioma español de los escolares catalanes si esa información no existe? No, no existe. Así de simple. Y no existe porque en las pruebas PISA, el test estandarizado europeo que sirve para certificar el grado de pericia de los alumnos en las distintas materias que integran su currículo, la lengua española está expresamente excluida de las evaluaciones que se realizan en territorio catalán.
Una decisión de la Consejería de Educación de la Generalitat adoptada en su día, huelga decirlo, con la indisimulada intención de que nadie pudiera disponer de datos numéricos que facilitaran incómodas comparaciones. En consecuencia, la señora ministra sí puede disponer de datos sobre el nivel del español de los escolares andaluces, aragoneses, gallegos, canarios o madrileños. Pero no del de los catalanes. Porque cuando la señora ministra asegura lo que asegura, simplemente, se lo está inventando. O se lo está inventando o, en su defecto, anda dando pábulo a otro invento de la Generalitat pergeñado con idéntica mala fe intelectual. Me refiero a la única fuente empírica que podría servir de fundamento a su afirmación: las pruebas de Selectividad que se realizan cada año en las universidades catalanas. Unas pruebas en las que por norma ya rutinaria la exigencia en el caso del castellano está muy por debajo del rigor y el grado de dificultad que caracteriza a los exámenes de catalán. Añádase además la agravante de que esos exámenes son distintos en cada autonomía, por tanto no comparables, y al lector curioso no le quedará más remedio que volver al interrogante que ha dado pie a este artículo.
Porque no hay manera humana de saber algo en apariencia tan sencillo como cuál es el grado de conocimiento de la lengua española que poseen los escolares en Cataluña. Es completamente imposible. Nadie lo sabe. Y la ministra tampoco. Como también es completamente imposible averiguar cuál resulta ser el nivel de fracaso escolar de los alumnos procedentes de familias castellanohablantes sometidos a la inmersión obligatoria. Ese otro dato, tan inocuo en falsa apariencia, constituye todo un secreto de Estado en la Cataluña contemporánea. Por eso tampoco nadie lo sabe. Y nadie lo sabe porque la Generalitat se ha cuidado muy mucho a lo largo de los últimos cuarenta años de evitar que hubiese información estadística sobre ese particular. Aunque parezca increíble, la Generalitat, igual con Gobiernos convergentes que en tiempos de los dos tripartitos, ha impedido que la lengua materna de los escolares catalanes, tanto la de los que acuden a centros estatales como la de los que estudian en los privados concertados, figure registrada en sus bases estadísticas. En consecuencia, no se puede saber cuántos castellanohablantes hay en la red de instrucción pública. Resulta por lo demás evidente cuál es el afán que se esconde tras ese insólito desinterés de los nacionalistas por materia tan obsesiva para ellos como la de la lengua.
Ministra, mejor calle la próxima vez. Al menos, no hará el ridículo.