
Con solo cuarenta años de retraso sobre el horario previsto –y con Vox pisándole los talones en todas las encuestas– , el PP acaba de anunciar su muy meditada intención de impulsar ahora, cuando ya de casi nada podría servir, una ley de lenguas llamada a impedir la proscripción del uso normalizado de la lengua española en las regiones donde existan idiomas vernáculos con rango estatutario de cooficialidad. A buenas horas, mangas verdes. Y es que, más allá de los repentinos furores electoralistas del PP, de ese mismo PP que se prestó en su día con alegre desparpajo indigenista a blindar los usos institucionales e institucionalizados de las hablas locales en cuantos estatutos de autonomía tuvo ocasión de meter cuchara, estaría por ver, de entrada, que eso se pudiese hacer. No olvidemos que estatutos como el valenciano o el balear, textos ambos elaborados con el concurso activo y entusiasta del Partido Popular, poseen la jerarquía constitucional de leyes orgánicas.
Un rango normativo que implica que ninguna ley ordinaria aprobada por el Parlamento podría contradecir o anular lo que en ellos se establezca en materia de lenguas. Por lo demás, Casado anunció su afán de promover ese tardío brindis al Sol en Barcelona, lo que hace pensar en Cataluña como principal objetivo del proyecto. El pequeño problema es que a estas alturas del desastre Cataluña ya no es una comunidad autónoma dentro del Reino de España sino un Estado dentro del Estado, un Estado cuyos más de doscientos mil servidores profesionales profesan en su inmensa mayoría el ideario separatista, una de cuyas piedras angulares es el desprecio activo por el idioma español. Una circunstancia cerril e insurgente que, sin embargo, no impide que en el Hemiciclo del Parlamento de Cataluña, una cámara legislativa controlada como es sabido por los partidos secesionistas, se hable con toda normalidad el idioma español por parte de muchísimos diputados electos.
Algo, que decenas de parlamentarios de una región oficialmente bilingüe utilicen de modo rutinario el español en sus intervenciones, que sería completamente impensable en Galicia, un territorio gobernado por el Partido Popular desde los tiempos de las guerras púnicas y en cuya asamblea legislativa ni un solo representante alineado con Pablo Casado, ni uno solo, utiliza jamás la lengua común de los españoles para dirigirse a su auditorio. Ni uno. Jamás. Al punto de que si un marciano aterrizase mañana en el Hemiciclo del Parque de la Ciudadela sacaría la muy viva impresión de estar en España y entre españoles, algo que con toda seguridad no le pasaría en el caso de haber ido a dar con sus interplanetarios huesos a Santiago de Compostela. Lo cual demuestra que el principal escollo en ese asunto no son tanto las leyes formales cuanto las prohibiciones de facto. ¿Para qué queremos esa ley de lenguas de Casado si su propio partido, y sin necesidad de ley alguna, ya ha declarado proscrito en la práctica el uso del idioma español en el ámbito institucional de Galicia, Baleares y Valencia? Convenza primero Casado al PP de que no es pecado mortal ni delito de lesa patria chica hablar el castellano en Galicia. Y en Valencia. Y en Baleares. Y después hablemos de leyes de lenguas.