Manuel Chaves Nogales y Agustí Calvet, Gaziel, hombres ambos de exquisita cultura y fina sensibilidad que, sin embargo, llegaron a dirigir dos de los diarios más importantes de la España de su instante, el Ahora y La Vanguardia. El pasado, otro país. Que sus respectivas obras, en estos tiempos de periodismo de trinchera y brocha gorda, hayan vuelto a las librerías es de lo poco que cabe celebrar de 2013. Cada uno a su manera, Gaziel y Chaves Nogales le pusieron letra a la mejor España, la tercera, ésa que ansiaban fusilar los dos bandos de la guerra incivil. No pudiendo ejecutarlos físicamente como habría sido su íntimo deseo, rojos y azules hubieron de conformarse con condenarlos al olvido. Sentencia que se hizo firme en el mismo instante en que comenzó la matanza. Nadie se extrañe, pues, de que ese laureado consejero de la Generalitat, Mas Colell, nunca en la vida haya oído hablar de Chaves Nogales. Lo más probable es que tampoco sepa nada de Gaziel.
El Gaziel del que acaba de reeditarse Diario de un estudiante. París 1914, las célebres crónicas de la Gran Guerra que comenzaron a hacer de aquella gacetilla al servicio de los caciques provinciales del Partido Liberal de Sagasta el gran rotativo europeo que en su día llegó a ser el periódico de los Godó. Crónicas, las aliadófilas que firmaba el joven Gaziel, que le costarían literalmente la vida al entonces director de La Vanguardia, un tal Oliver. A aquel pobre Oliver, un catalanista de pro, lo mató el conde de un disgusto. Asunto fatal, el del óbito del difunto, que narra el propio Gaziel en el libro más clandestino que acaso haya circulado jamás por las trastiendas; tanto que aún hoy resulta inencontrable. Me refiero a su ya legendaria Historia de La Vanguardia, cuyas páginas dirigió durante treinta años.
Mas vayamos a los hechos. Tan feroz germanófilo como furibundo anticatalanista, el conde de Godó ordenó cierta mañana al director que publicase un editorial acusando de todos los males de España a los nacionalistas catalanes. Reticente a cumplir el mandato del amo, el bueno de Oliver alegó al punto una oportuna jaqueca y se ausentó de la redacción. De nada le serviría la treta. Al día siguiente, un escrito incendiario compuesto por algún lacayo fiel provocó una enorme manifestación de exaltados dispuestos a asaltar las oficinas del periódico. Informado Godó del cerco –el conde era sordo como una tapia–, no tuvo mejor ocurrencia que salir al balcón armado con un revólver para disparar contra los concentrados. A duras penas lograron sus empleados que don Ramón Godó no provocase una matanza de catalanistas en la calle Pelayo. Demasiado para Oliver. A las pocas horas, el anonadado director de La Vanguardia sufriría una parálisis cerebral que lo acabaría llevando a la tumba. Pero, como dijo el Caudillo cuando lo del otro, no hay mal que por bien no venga. Así, Gaziel heredó el empleo del traspasado. Nómina que conservaría hasta la aciaga madrugada del 20 de julio de 1936, cuando fue informado por una secretaria de que don Carlos Godó, primogénito y sucesor de don Ramón, había decidido cambiar de aires. El dueño de La Vanguardia residía ahora en Burgos y sobre él, Gaziel, pesaba una denuncia por "incitación a la rebelión" promovida por su antiguo patrón. Con razón, el mejor periodista catalán de su tiempo murió exiliado… en Madrid.