Ahora, cuando conmemoramos el primer centenario de la Gran Guerra, un cataclismo de dimensiones apocalípticas que llevó a que las principales economías de Europa Occidental no volviesen a situarse en los niveles previos a 1914 hasta mediados de la década de los setenta, tras seis décadas consecutivas de decadencia, convendría releer aquel famoso prólogo de Keynes a su libro Las consecuencias económicas de la paz. Allí donde explicaba que, apenas unos pocos meses antes del inicio de la primera masacre global de la historia de la Humanidad, un habitante de Londres podía pedir por teléfono, mientras bebía su té matutino en la cama, diferentes productos de consumo de todo el planeta, en la cantidad que considerase adecuada, y esperar que se los sirvieran con puntualidad en la puerta de su casa. Como hoy. Y que, también como hoy, el mismo habitante de Londres igual podía, y a través de un cable intercontinental de comunicaciones sumergido bajo el mar, arriesgar su riqueza personal en mil empresas por acciones de cualquier rincón del mundo. Del mismo modo que, si le apetecía, estaba a su alcance abandonar su país para desplazarse a otros muchos sin necesidad de pasaporte ninguno ni de tampoco someterse a mayores molestias aduaneras.
Luego, una vez en el extranjero, nada le impediría, continuaba Keynes, "enviar a su criado a la oficina cercana de un banco para proveerse de los metales preciosos que le pareciesen oportunos". Pero lo más importante de todo era que aquel confiado británico de la época de la primera globalización consideraba en su fuero interno que tal estado de cosas formaba parte de la normalidad más absoluta, previsible y permanente en el tiempo. Añade Keynes a ese respecto: "Las rivalidades raciales y culturales, los monopolios, restricciones y exclusión, que habrían de representar el papel de serpiente en ese paraíso, eran poco más que distracciones de su periódico, y apenas parecían ejercer influencia alguna en el curso ordinario de la vida social". Hoy, cien años después de la Gran Matanza, hay muchas definiciones académicas y más o menos canónicas de la globalización, el fenómeno determinante de nuestro presente histórico, pero todas ellas coinciden en compartir la premisa de que, aquí y ahora, las finanzas internacionales se han vuelto tan interdependientes y tan vinculadas con el comercio y la industria también transnacionales que el poder político y militar en realidad no pueden hacer nada, salvo someterse, quieran o no, a sus benéficos dictados para todos. Exactamente lo mismo que pensaba nuestro satisfecho cosmopolita británico en 1913.
Año, 1913, en el que Alemania era el principal cliente de Rusia, Italia y el Imperio Austrohúngaro. A su vez, Gran Bretaña tenía como segundo destino mundial de sus exportaciones industriales a Alemania. En cuanto a Francia, también Alemania suponía uno de sus principales mercados de exportación, en concreto el tercero. El Imperio Austrohúngaro poseía por su parte como principal proveedor a Alemania, al igual que Italia. Pero ni el comercio común, ni las inversiones, ni las finanzas, ni las relaciones industriales mutuas impidieron que, solo unos pocos meses después, millones de habitantes de todos estos países se lanzaran a matarse entre sí con saña y medios de tecnológicos de destrucción masiva nunca antes registrados en los anales. Nuestras élites dirigentes, dominadas ahora por economistas ignorantes de todo lo que no sean números y presentaciones de Power Point, asépticos gestores empresariales y tecnócratas huérfanos de cualquier formación humanística, simplemente desconocen la historia de Europa. He ahí el drama de este tiempo. Nuestro drama.