En mi antigua ciudad, Barcelona, invertir en plazas de garaje es un mal negocio. Lejos de subir, los precios hace años que se mantienen congelados, y en varios distritos su tendencia crónica es a la baja. La razón última de ese fenómeno tan contraintuitivo reside en que los jóvenes ya no compran coches. Prefieren gastarse el dinero en un móvil de última generación y alquilar un vehículo –o compartirlo vía economía colaborativa– solo cuando en verdad lo necesiten. Y sus padres hacen lo mismo, si bien por otras razones. Los mayores se están desprendiendo de sus grandes y caros coches contaminantes, diésel muchos de ellos, porque el Ayuntamiento, al igual que los del resto de las grandes capitales, ya no les deja circular por el centro. ¿Y dónde van a parar esos expatriados urbanistas humeantes? Bueno, más pronto o más tarde, acaban todos en apartados y olvidados rincones rurales, como el pequeño pueblo de Galicia donde ahora vivo, en la otra España, la del diésel, el combustible de los pobres periféricos a quienes resulta imposible sobrevivir sin un coche.
Un país, dos sistemas. Como en la China de Deng. Por un lado, la España rica y urbana, la de la exquisita sensibilidad ecológica y las nuevas necesidades postmaterialistas. Por el otro, la orillada, postergada y excéntrica, la del campo y las pequeñas ciudades desconectadas de los grandes centros económicos, esa que necesita recorrer decenas de kilómetros a diario por carreteras secundarias y mal asfaltadas en vehículos antiguos, baratos y, claro, contaminantes. Vehículos el precio de cuyo gasoil los Estados se empeñan en encarecer con impuestos desmedidos para así calmar la mala conciencia verde y sostenible de sus muy exquisitos, concienciados y progresistas votantes capitalinos. Otra paradoja terminal de una época, la nuestra, de paradojas terminales. La España pobre y de los pobres, la de los autónomos poco cualificados y provinciales, los agricultores y los pequeños empresarios de sectores subalternos, castigada con saña –vía impuestos a un combustible de uso tan ineludible como insustituible para ella– por una izquierda, tanto la nueva como la antigua, que se dice abanderada de la causa de los desfavorecidos. Que se ande con mucho cuidado el Gobierno en ese asunto. En Francia, sin ir más lejos, los chalecos amarillos se llenaron de sangre cuando a Macron se le ocurrió la misma idea.