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José García Domínguez

La derecha y la inmigración

La acelerada deserción de las clases populares hacia los partidos de la derecha antiglobalista también acabará ocurriendo en España.

Boris Johnson acaba de anunciar su propósito de que el Reino Unido comience a imitar las políticas de inmigración que desde hace décadas vienen manteniendo, y a rajatabla además, países tan del gusto de los biempensantes de todos los partidos como, por ejemplo, Canadá, Australia, Nueva Zelanda o Suiza. Naciones todas ellas donde las muy estrictas restricciones a la inmigración, con especial énfasis a la no cualificada procedente de las regiones subdesarrolladas del planeta, forma parte de los consensos básicos compartidos por todas las grandes fuerzas políticas con independencia de sus respectivos sesgos ideológicos. El primer ministro británico, pues, se apresta a introducir unos límites a la movilidad de trabajadores extranjeros a través de sus fronteras nacionales que no van a reproducir el parecer de la extrema derecha xenófoba, acusación y sambenito que ya a estas horas le están cayendo desde todos lados, sino a emular la extrema normalidad propia de algunos de los países más avanzados, democráticos y respetuosos de los derechos individuales que existen en el mundo. ¿O acaso algún globalista militante se atrevería a tildar de racistas a los diez últimos presidentes de Australia o de Canadá?

Y eso va a ocurrir, decíamos, en el Reino Unido, antaño la madre patria del socialismo fabiano y hogaño un lugar en el que, pese a haber los conservadores aplicado los recortes del gasto social más draconianos a lo largo de la durísima recesión de 2008, resulta ya una genuina extravagancia estadística toparse con algún distrito poblado por miembros de la clase obrera tradicional en el que se continúe votando de modo mayoritario a los laboristas. Y es que la izquierda europea occidental todavía no ha entendido que lo único parecido a una verdadera revolución ocurrido en su territorio doméstico no fue aquella cacareada tontería lúdica de niñitos y niñitas malcriados, su mítico mayo, sino eso que ocurre ahora mismo y ante sus perplejas narices: la acelerada deserción de las clases populares hacia los partidos de la derecha antiglobalista. Tránsito que, más pronto o más tarde, también acabará ocurriendo en España.

Un cambio de lealtades electorales de alcance histórico para cuya cabal comprensión tampoco hace falta ser un genio de la sociología política comparada. Y es que lo que está ocurriendo a ambas orilla del Atlántico remite a algo tan simple como que las clases populares autóctonas han acertado al identificar el cambio de prioridades de los antiguos partidos herederos de la tradición socialdemócrata, unas fuerzas que ahora tienden a anteponer los derechos de los inmigrantes recién llegados por delante de los suyos. Cambio de prioridades, el de la socialdemocracia, que va mucho más allá de las meras declaraciones retóricas en la medida en que se traduce en la creciente competencia desigual por acceder a los fondos de los distintos programas de ayudas sociales entre los autóctonos más necesitados y los extranjeros en situación de pobreza absoluta. Hay una derecha tanto en Estados Unidos como en Europa, la inteligente por más señas, que empezó por robarle poco a poco todas sus viejas banderas a la izquierda y que, con el tiempo, ha acabado quitándole también lo más importante: sus votantes de toda la vida. Pero de eso en España no hay.

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