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José García Domínguez

La comunidad del odio vasca sigue viva

La comunidad del odio no se ha disuelto. Ni en décadas se disolverá. El veneno sigue ahí.

Euskadi Ta Askatasuna, aquella escisión asilvestrada de las nuevas generaciones del PNV hartas de la quietud contemporizadora y silente de sus padres, padres tanto en el sentido doctrinal del término como en el más original, biológico y primigenio, fue en origen, allá por el mítico 68, el producto más destilado de una comunidad del odio que ni se ha disuelto ni tampoco se ha replegado sobre sí misma. Bien al contrario, la comunidad del odio que alumbró en su día a ETA solo ha renunciado, tras medio siglo, a que su brazo armado siguiera presionando el gatillo con fruición. Únicamente a eso, que no a desprenderse de la bilis tribal que les impulsó a aferrarse a él con devoción patológica. Euskadi Ta Askatasuna acaso haya muerto hace unas horas, pero la comunidad del odio que la alumbró sigue y seguirá ahí, tan viva como siempre, más presente que nunca.

De esos hijos silvestres de sus padres se solía gritar en las manifestaciones de repudio tras las carnicerías que no eran vascos. Un ejercicio de autoengaño voluntarista y naíf, por lo demás. Porque sí eran vascos. Claro que eran vascos. ¿Qué otra cosa iban a ser más que vascos? También se solía gritar en otro ejercicio de ingenuidad coral que eran fascistas. La misma acusación recurrente y absurda que en la Cataluña desquiciada de ahora mismo se lanza contra los profesores que marcan y vejan a los hijos de los guardias civiles en las aulas de la Generalitat. Acusación recurrente y absurda porque ni los unos ni los otros tienen ni han tenido nunca nada que ver con el fascismo. Los silvestres del Cantábrico que mataban niños con bombas no son fascistas, sino genuinos nacionalistas vascos.

Como los silvestres del Mediterráneo que humillan y torturan psicológicamente a los niños señalados, que tampoco nada tienen de fascistas y sí todo, en cambio, de verdaderos nacionalistas catalanes. Por lo demás, es sabido que juzgar resulta siempre mucho más fácil que comprender. Y comprender la incomprensible pervivencia temporal de ETA se antoja empresa imposible sin abordar antes la enfermedad crónica que anida en lo más profundo del ethos tribal vasco, esa perenne comunidad del odio que luce tan presente y viva hoy como hace 50 años, cuando el 7 de junio de 1968 Txabi Etxebarrieta mató de cuatro tiros por la espalda al guardia civil José Pardines. "El terrorismo es casi exclusivamente una actividad de jóvenes seducidos por adultos", escribió en cierta ocasión Dahrendorf con esa lucidez tan suya.

Tal vez todo el misterio del interminable medio siglo aferrados al ir y venir de un gatillo se esconda en esa frase. Porque nunca fueron cuatro locos. Ni antes ni ahora. Cuatro locos eran los del GRAPO, cuatro locos eran los de las Brigadas Rojas y cuatro locos eran los alemanes de la Facción del Ejército Rojo, más conocida por Baader-Meinhof. Los hijos asilvestrados de sus padres, en cambio, ni nacieron ni morirán en la marginalidad. La aquiescencia tácita y la legitimación implícita de la comunidad del odio, esa magna comunión indigenista que desde siempre ha pastoreado el PNV y bendecido las hipócritas sotanas ensangrentadas de sus párrocos tribales, es lo que explica su longevidad diferencial. No, la comunidad del odio no se ha disuelto. Ni en décadas se disolverá. El veneno sigue ahí.

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