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José García Domínguez

La Cataluña que amaba a los dictadores

Pero los fachas de la Península, ya se sabe, han estado siempre en 'Madrit'.

Mientras empiezo a escribir estas líneas que siempre quiero breves, las fuerzas vivas del País Petit, huelga decir que encabezadas por la alcaldesa Colau, se aprestan a escenificar su repudio coral al jefe del Estado que paga sus sueldos y ampara las instituciones que encarnan, amén de garantizar sus honores institucionales. Pues ocurre que, al igual que los secesionistas ya salidos del armario en su día, a Colau se le antoja por entero intolerable que el rey de España se pusiese del lado de España cuando el 1 de Octubre. Hasta ahí podíamos llegar. Pero lo bonito de la historia es que ese feo colectivo orquestado por el espectro catalanista todo resulta que va a tener lugar en lo que en tiempos del NODO se habría llamado un marco incomparable. Y es que ha querido el azar que el numerito de los nacionalistas contra Felipe VI tenga lugar en los andenes de la Estación de Francia, escenario de uno de los episodios más ocultados, indignos y vergonzosos de la, por lo demás, nada heróica historia del nacionalismo catalán. Es un episodio que no se cuenta nunca en las madrasas escolares ni en las hagiografías patrióticas audiovisuales made in TV3, y que tuvo lugar justo ahí, en el mismo andén.

Quizá ni la alcaldesa lo sepa, pero una mañana de septiembre, allá por 1923, los máximos exponentes del catalanismo político, liderado en aquel momento por la Lliga, acudieron a esa estación para despedir entre vítores y aplausos a cierto general del Ejército español, por más señas uno apellidado Primo de Rivera, quien iba a partir en tren rumbo a Madrid con la nada secreta intención de dar un golpe de Estado para implantar una dictadura castrense. Así, los grandes capitostes políticos y empresariales del catalanismo, empezando por Cambó, no sólo aplaudieron a rabiar a Franco poco después. Cualquier dictador, a juzgar por el entusiasmo de los vítores recogido por la prensa de la época, parece que era bueno para ellos. Puig i Cadafalch, uno de los santos germinales de la causa, lo reconoció por escrito y sin mayor disimulo: “Creímos que Primo de Rivera resolvería el problema del orden público y lo apoyamos”. Tampoco Cambó lo oculta demasiado en sus Memorias: “La dictadura española nació en Barcelona ante la demagogia sindicalista”. Pero los fachas de la Península, ya se sabe, han estado siempre en Madrit.

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