En tanto que aspirante a presidir esa región autónoma de España conocida en los mapas por Cataluña, Puigdemont está muerto. Y Junqueras también. Y Jordi Sánchez también. Y Forn también. Están muertos todos. Léase, si no, lo que reza al respecto ese demoledor artículo 384 bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que el instructor Llanera se acaba de sacar de debajo de la toga:
Firme un auto de procesamiento y decretada la prisión provisional por delito cometido por persona integrada o relacionada con bandas armadas o individuos terrorista o rebeldes [la cursiva es mía], el procesado que estuviere ostentando función o cargo público quedará automáticamente [la cursiva sigue siendo mía] suspendido en el ejercicio del mismo mientras dure la situación de prisión.
Pues tan cierto es que la inhabilitación de los golpistas de octubre exige de la previa existencia de una sentencia condenatoria firme como que su suspensión cautelar en funciones, lo que en la práctica viene a ser lo mismo, se puede producir ipso facto desde el instante mismo en que sean procesados por el delito de rebelión. Y ocurre que sí van a ser procesados todos ellos por el tal delito. Ergo, están muertos y bien muertos.
Así las cosas, lo único que ahora resta por ver es si el karlismo, esa comunión ultramontana y fundamentalista que encabeza el Payés Errante, constituye algo más que una atrabiliaria anécdota folklórica y circunstancial dentro del bloque sedicioso. Es lo que nadie sabe a estas horas en la Ciudad de los Prodigios, si el karlismo, al igual que ocurriera con su antepasado legitimista, cejijunto y cerril en el siglo XIX, acabará protagonizando una escisión trabucaire y bullanguera que parta en dos facciones enfrentadas e irreconciliables al movimiento separatista. Lo que ya no ofrece duda ninguna es que Puigdemont se muestra cada vez más empecinado en la labor de dinamitar todos los puentes que aún pudieran mantener en contacto a lo poco que aún queda del PDeCAT con la realidad. Su actitud solipsista acaso parezca insensata, suicida y políticamente absurda, cierto. Pero también el proceder del primer pretendiente carlista al trono debió parecer lo mismo a la mayoría de los observadores de la época. Aquello también semejaba una irrisoria quimera quijotesca que iba contra toda lógica, empezando por la de los tiempos.
Y sin embargo, el carlismo, aquel aparente disparate anacrónico y medievalizante, duró más de un siglo como actor político a tener en cuenta dentro del tablero español. Nadie puede descartar en este preciso instante que con el karlismo pudiese ocurrir otro tanto de lo mismo. Sea como fuere, lo hasta aquí constatado es que el sanedrín cortesano que sigue manteniendo el control del grupo parlamentario de Junts per Catalunya se resiste como gato panza arriba a bajar del monte del procés y sus espectrales legitimidades republicanas. Una actitud polpotista, la del cuanto peor mejor, que acaba de abrir una vía inopinada para que el Estado, ante la manifiesta incapacidad de los separatistas para formar un Gobierno acorde con la legalidad constitucional y estatutaria, alargue sine die la aplicación efectiva de ese artículo 155 que tanta tranquilidad ha devuelto a la sociedad catalana. Un enésimo adelanto electoral a mayor gloria del Papa Luna de Bruselas, la baza a la que se aferra ahora el ido, sería algo más que un sarcasmo: sería una chirigota de Cádiz. Ni tan siquiera en teoría el Estado debería tomar en consideración semejante eventualidad. Ese hiperventilado crónico está sirviendo en bandeja la ocasión de que se aplique de verdad y a fondo, no al compungido modo como durante estos cien días, el 155. La oportunidad es de oro. Aprovéchese.