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José García Domínguez

Francia y la lucha de clases

¿Qué significan aquel par de herrumbrosas antiguallas semánticas, las voces 'izquierda' y 'derecha'? Cada vez más, nada.

¿Qué significan aquel par de herrumbrosas antiguallas semánticas, las voces 'izquierda' y 'derecha'? Cada vez más, nada.
Marine Le Pen | EFE

Podemos ir tirando a la basura, uno por uno, los tratados de sociología electoral que se manejan en las universidades europeas desde hace casi un siglo, cuando se creó la disciplina. Y es que, de creer lo que vaticina la última encuesta oficial publicada en Francia, los candidatos de la izquierda que se presentarán a la primera vuelta de las presidenciales apenas conseguirán, entre todos, captar un 16% de los votos emitidos por la clase trabajadora. (No se incluye en ese grupo al antiguo directivo de los Rothschild, Macron, que ahora se dice liberal y centrista). Sin necesidad de haber leído a Marx y su sentencia tan célebre, aquella de que la existencia social determina la conciencia, el lugar común más universalmente extendido a propósito del vínculo entre sufragio y extracción social es el que presume que los de abajo votan a la izquierda y los de arriba a la derecha. Pero ni siquiera hace falta mirar a Estados Unidos para constatar lo muy alejado que anda hoy ese prejuicio de la realidad.

Repárese en esas encuestas de Francia, nuestro vecino de la planta superior. Ahí, el tradicional voto de clase, simplemente, está desaparecido en combate. ¿Cómo reconocer hoy el mapa electoral de Francia en un instante tan próximo en el tiempo como el año 2002, cuando todavía el 43% de los obreros industriales y, más en general, el 39% de los trabajadores por cuenta ajena votaban disciplinadamente a la izquierda? Apenas tres lustros después, y para asombro de la concurrencia, el primer partido de los trabajadores franceses, y con notable diferencia sobre el resto, es el ultramontano Frente Nacional. Así, entre los trabajadores que ahora mismo tienen decidido ya ir a votar, Le Pen acapararía prácticamente la mitad de las voluntades, un 44% de los votos. En sus antípodas, Hamon, el muy anodino ganador de las primarias socialistas, únicamente atraerá un raquítico 12% del voto de las aún llamadas clases populares. Pero es que en el campo de derecha ocurre otro tanto de lo mismo: la correlación estadística positiva entre el nivel de renta y la adscripción a las siglas políticas de sesgo más conservador también se está desvaneciendo a pasos agigantados.

En la Francia de marzo de 2017, que, al igual que España, es un geriátrico con himno y bandera propios (la República alberga a catorce millones de pensionistas, uno de cada tres votantes), el 32% de los ejecutivos empresariales, huelga decir que el estrato mejor pagado de la población, se inclina por el amorfo Macron, un sucedáneo descafeinado de la derecha light, por solo un 20% que optaría por Fillon. Mientras que los profesionales autónomos, cohorte con ingresos medios muy inferiores, se alinean de modo mayoritario, en cambio, con la derecha dura y asilvestrada de Le Pen. Lo mismo que los agricultores, estrato tradicional y tradicionalista que vive de los presupuestos públicos y del cual un tercio votará a la extrema derecha (frente al escaso 20% que tenía previsto apoyar al representante teórico del conservadurismo clásico, el moribundo Fillon). Inquilinos vitalicios de los viejos suburbios industriales de París y las grandes ciudades votando de modo entusiasta y masivo a la derecha reaccionaria que combate el libre comercio y la apertura de fronteras a la mano de obra barata, todo ello en nombre de los últimos restos de la soberanía del Estado-nación. Frente a ellos, la élite cosmopolita y globalista proclive a la integración transfronteriza de los mercados y la plena libertad de movimientos para los capitales. Ante eso, ¿qué significan aquel par de herrumbrosas antiguallas semánticas, las voces izquierda y derecha? Cada vez más, nada.

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