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España se ha catalanizado

La pregunta pertinente no es quién ganará dentro de dos semanas, sino cuántos meses logrará sobrevivir en nuevo Gobierno antes del próximo adelanto electoral. Su caos ya es nuestro caos.

La definitiva esterilidad política de Cataluña, su contrastada incapacidad para generar nada distinto de la bilis y el rencor a partir de ese impotente irredentismo romántico que envenena su alma colectiva desde hace más de un siglo, logra desquiciar al resto de España con irritante y periódica regularidad. En sus más de cien años de existencia, los catalanistas no han sido capaces de construir nada que condujese a la concordia, pero sí, en cambio, les cabe vanagloriarse de haber conseguido trasplantar, y más de una vez y de dos, sus muy particulares taras domésticas al conjunto del país. Cataluña ya plantó en su día la semilla primera de la guerra civil en España con su insensato, loco insurreccionalismo armado. Y Cataluña ha vuelto ahora a exportar lo peor de sí misma al conjunto de la península. Cataluña, y desde mucho antes de la consumación de la asonada de octubre, es un territorio ingobernable. Un caos estructural, permanente, el tan identitariamente suyo, que, poco a poco, se ha acabado instalando en Madrid. La anarquía congénita de Cataluña va camino de ser, es ya, la anarquía de España toda.

Porque España, aunque algunos aún no se hayan dado cuenta, ya es, a imagen y semejanza de su miembro enfermo, ingobernable. Y lo es porque, gracias al iluminado irredentismo maximalista que impera en Barcelona, los nombres propios en torno a los que ahora giran las campañas electorales son los de Blas de Lezo, Hernán Cortés o Don Pelayo. A imagen y semejanza de cuanto ocurre por norma en ese extraviado rincón del Mediterráneo, tampoco se producen ya trasvases de electores entre los dos grandes bloques confrontados en las urnas. Derecha e izquierda son hoy dólmenes pétreos que no conocen ni incorporaciones ajenas ni tampoco fugas rumbo al campo contrario. De ahí el horizonte cierto de ingobernabilidad crónica. Porque ni el dolmen de la derecha ni el de la izquierda son capaces por sí solos de agrupar tras de sí a la media España imprescindible a fin de configurar mayorías parlamentarias estables. Cataluña ha forzado con su ciego fundamentalismo nihilista que el eje de la política española gire de forma exclusiva en torno a la cuestión de la identidad nacional. Y en ese terreno de juego no cabe transacción posible. Por eso la repentina petrificación también en el resto de España.

Solo el populismo, con su conocida capacidad camaleónica para forzar trasvases y cambios de bandera entre antiguos electores antes adscritos a la derecha o a la izquierda tradicionales, podrá ahora romper la parálisis permanente que amenaza a España. Pero Vox, que era la sigla que parecía llamada a jugar esa carta, no ha resultado ser al final una fuerza populista. Vox, al contrario, solo busca pescar en los caladeros clásicos del PP. Exclusivamente ahí. Y eso se traducirá al final en un juego de suma cero para el conjunto de la derecha. En cuanto a Ciudadanos, el otro posible candidato, su muy desacomplejado oportunismo permanente le ha empujado a desprenderse a toda prisa de la retórica regeneracionista, un marco discursivo en el que aún competía con el PSOE, para reubicarse sin matices ni ambages en el mismo cercado de la derecha. Más sumandos para la suma cero. Así las cosas, la pregunta pertinente no es quién ganará dentro de dos semanas, sino cuántos meses logrará sobrevivir en nuevo Gobierno antes del próximo adelanto electoral. Su caos ya es nuestro caos.

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