Diseñado con la intención evidente de hacer el máximo daño posible a Ciudadanos y, de modo solo accesorio, a Vox, España Suma, el último movimiento táctico del Partido Popular, recuerda mucho a aquella otra hábil encerrona, la que le organizó Albert Rivera a Rosa Díez cuando, bajo la aparente intención tan inocua y benemérita de unir fuerzas con UPyD, maquinó una ofensiva relámpago que logró desmantelar en apenas semanas el partido de su principal competidora por entonces. Aquello estuvo tan bien concebido desde el punto de vista operativo que en el PP han decidido imitarlo ahora, ofreciéndole a Rivera una dosis de su propio veneno. Pillerías y argucias de la pequeña política, ya se sabe. Pero, más allá de esos juegos de pícaros con los que unos y otros tratan de engañarse entre sí, lo notable es que da la sensación de que, e igual Rivera que Casado, parecen hablar y actuar en serio cuando postulan como objetivo inmediato la unificación del grueso del electorado que por convención se designa como centro-derecha bajo una única sigla partidaria. Sigla que Casado asocia al PP y Rivera a Ciudadanos. Porque lo en verdad notable es eso, que salvo Vox y Podemos, que juegan en otra liga, los tres grandes partidos del sistema (al PSOE le ocurre lo mismo con Podemos) crean posible dar por finiquitado ya el proceso de fragmentación de los espacios políticos que acabó con el bipartidismo en España tras la Gran Recesión.
Así, también el PSOE parece persuadido a estas horas de estar en condiciones de eliminar la siempre incómoda presencia de Podemos, recolocando a los de Iglesias de nuevo en la insignificancia apenas testimonial de una Izquierda Unida Bis. Como si España todavía siguiera siendo diferente a estas alturas del siglo XXI y las grandes mutaciones políticas que vive Europa, transformaciones radicales que se están llevando por delante la división tradicional de partidos en todos los grandes (y menos grandes) países del continente, aquí no fuera a ocurrir. Algo, ese muy interiorizado prejuicio de considerar que la quiebra del bipartidismo hispano no sería más que un breve paréntesis circunstancial fruto de la irritación pasajera del electorado, que, entre otros efectos colaterales, puede que esté llamado a acabar de modo prematuro con la carrera política de Albert Rivera. Y mucho más pronto que tarde. Porque la fragmentación está aquí para quedarse. En eso, como en todo lo demás, España ni es única ni es especial. La gran corriente de fondo que está modificando en todas partes el tablero político europeo, un vendaval que impulsa la mundialización de la economía con sus ubicuos efectos corrosivos sobre las viejas clases medias occidentales, no se va a parar en los Pirineos por mucho que lo deseen Rivera y Casado.
Por mucho que lo sueñen, el bipartidismo no va a volver nunca. Como nunca volverán el partido socialista francés o la democracia cristiana italiana. En todas partes, los partidos tienden a confluir cuando representan intereses de grupos sociales homogéneos. Y tienden a fragmentarse cuando esos intereses que ellos articulan resultan demasiado heterogéneos y contrapuestos como para convivir bajo una misma bandera. Las élites políticas madrileñas, sí, son en general intercambiables, pero los espacios políticos que hoy se articulan en torno a PP y Ciudadanos, la España conservadora de las clases medias tradicionales y envejecidas del interior, y la España mucho más joven y formada de las nuevas clases medias emergentes, las urbanas integradas en los sectores de la economía que se relacionan y compiten con el exterior, ya no se parecen tanto como para compartir idéntico proyecto político (la muy singular isla de Madrid quizá represente la excepción a esa pauta general). No, definitivamente, España no suma.