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José García Domínguez

¿Es catalana Inés Arrimadas?

Pierdan el miedo en Madrid: nadie aquí migrará de bando el día en que, por fin, se aplique la Ley a los golpistas.

Pierdan el miedo en Madrid: nadie aquí migrará de bando el día en que, por fin, se aplique la Ley a los golpistas.

Horas antes de que la Policía (española) tuviera que volver a emplearse a fondo ante esa desmedida afición por el hurto de Jordi Pujol y las siete réplicas conocidas de su ADN, una Carme Forcadell era elegida presidenta del Parlamento de Cataluña. Si biológicos parece que hay únicamente esos siete robaperas presuntos, los hijos putativos del Patriarca resultan ser innúmeros en la Cataluña contemporánea. Sin ir más lejos, Forcadell encarna a uno de ellos. Una señora que está llamada a pasar a la historia del pensamiento político por berrear que los militantes y votantes del primer partido de la oposición en Cataluña no son miembros del pueblo catalán. Pues, según parece, a ojos de la flamante presidenta del Parlament gozan de la condición de catalanes todos los que viven y trabajan en Cataluña, salvo que voten a Ciudadanos (y acaso también al PP). Le Pen o el fulano que manda en Hungría jamás se han atrevido a tanto, al menos en público.

Algo menos tosco en la verbalización de su supremacismo, aunque tampoco demasiado, el mentor intelectual de la criatura, Pujol i Soley, ya había sentenciado en su día que el ciudadano Josep Borrell no es catalán, sino solo "un señor nacido en Cataluña". Fue, recuérdese, cuando la derecha idiota lo nombró Español del Año entre grandes genuflexiones de rendida admiración por su clarividente sentido del Estado. Y de aquellos polvos indigenistas, estos lodos criptorracistas. Frente a la retórica oficial del "un sol poble", la convicción íntima de que la mitad de los catalanes son metecos indignos de ejercer las prerrogativas asociadas a la condición política de ciudadano. Una escisión, la bien real que hoy existe entre los habitantes de Cataluña, que ha tenido su expresión más plástica en el atronador silencio de los diputados no nacionalistas durante el canto coral de Els Segadors por parte del resto de la cámara.

Ese silencio es la manifestación sonora del fracaso histórico del catalanismo político, la evidencia imposible de esconder de su definitiva impotencia para construir un imaginario nacional que se pudiera extender al grueso de la población. Tras casi medio siglo de instrumentalización obsesiva de las instituciones al servicio de la causa, siguen donde estaban. Tienen el poder, sí, pero no la hegemonía. Porque, simplemente, no es verdad que el Ejecutivo español opere como una fábrica de independentistas, tal como insiste machacona su propaganda. Bien al contrario, Cataluña lleva lustros empatada consigo misma. A un lado y a otro, somos siempre los mismos. Los mismos fluyendo de sigla en sigla a modo de vasos comunicantes. Los partidos suben y bajan, en cambio los dos bloques, el separatista y el leal, permanecen constantes. Nadie cambia y nada cambia. Jamás. Lo único permanente en Cataluña es lo que el difunto Vázquez Montaban habría llamado correlación de debilidades. Pierdan el miedo en Madrid: nadie aquí migrará de bando el día en que, por fin, se aplique la Ley a los golpistas. Y ya tarda.

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