
Uno rasgo distintivos de la cultura oficial española contemporánea, acaso el que más, es la desfachatez intelectual. Una alegre y desacomplejada desfachatez que permite, por ejemplo, que un señor de Madrid, por más señas el académico capitalino don Ignacio Sánchez Cuenca, imparta muy sobradas y paternales lecciones sobre la naturaleza plural, diversa y compleja de las singularidades territoriales que conviven en nuestro país a formaciones políticas que no solo nacieron y crecieron en Cataluña, sino que cuyos principales dirigentes también resultan ser catalanes. Cualquier día, nadie lo descarte, el señor Sánchez Cuenca se anima a coger el AVE en Atocha para bajar a Barcelona y explicarnos a los lugareños cuál resulta ser la forma canónicamente correcta de colocarse el babero para degustar un plato de calçots. Es el Síndrome de Cotarelo, como designan ya a ese cuadro algunos sanitarios clínicos que observan con creciente preocupación el fenómeno. Junto a esa desfachatez ecuménica que por momentos va alcanzando ya rasgos de pandemia, otra de las singularidades gremiales que retratan a los mandarines del establishment cultural español, uno de cuyos más significados intelectuales orgánicos resulta ser el ensayista Sánchez Cuenca, es la interiorización inconsciente de todos los herrumbrosos topicazos nihilistas del noventa y ocho sobre la metafísica identitaria y el devenir agónico de España. Una mercancía ideológica más vieja y sobada que el baúl de la Piquer.
Trátase, es sabido, de un ramillete de muy manidos lugares comunes con olor a alcanfor y sabor a sopa de ajo entre los que siempre destaca por encima de todos los demás el de la pretendida anomalía española dentro del contexto europeo y occidental. No hay manera, pasan y pasan los años, mudamos de siglo, las calles y plazas del país se llenan de hipsters, millennials y otras vistosas y novísimas presencias urbanas, la tercera edad se sube a la ola tecnológica del 4G,la Península Ibérica rebosa de cosmopolitismo y modernidad, el afán viajero de nuestros compatriotas se deja ver en todos los aeropuertos del mundo, pero la circunspecta e imperturbable progresía biempensante sigue aferrándose como eterno clavo ardiendo al Spain is different de cuando Fraga llevaba lo del Ministerio de Turismo. Así Sánchez Cuenca, que acaba de lamentar al orteguiano y apolillado modo en el periódico del conde de Godó la ausencia –a su particular, atormentado y mesetario juicio– de "un verdadero partido liberal en España". A decir de nuestro autor, los partidos liberales parecen dividirse en auténticos y falsos. Y, siempre según Sánchez Cuenca, en España solo arrostramos una fatal carencia de los primeros, pues de los falsos habríamos contado sólo en los tiempos recientes con casi media docena, según él mismo se ha prestado a inventariar en ese mismo texto.
Y se preguntará el lector, claro, por cuál es la diferencia entre un partido liberal auténtico y un partido liberal falso. Muy fácil: los partidos liberales auténticos, Sánchez Cuenca dixit, son los que están dispuestos a que el principio constitucional de la soberanía nacional se subordine en todo momento al afán de los grupos micronacionalistas periféricos por trasladar el principio de autodeterminación de las colonias reconocido por la ONU a sus respectivos terruños y ámbitos de influencia política. En cartesiana consecuencia lógica, los partidos liberales falsos, que en España serían todos los que han existido desde la noche de los tiempos, integrarían la extravagante liga de los dogmáticos y fundamentalistas férreamente empeñados en anteponer la voluntad soberana de la nación toda a la particular de los habitantes de una pequeña porción de su territorio. Que eso es lo que barrunta quien fuera el pensador de cabecera de José Luís Rodríguez Zapatero. Así las cosas, uno también se pregunta cuántos partidos liberales auténticos habrá en el planeta. Y a ese mismo uno no le queda más remedio que concluir que ninguno. Pues a todos esos falsos partidos liberales hispanos que denuncia valientemente Sánchez Cuenca procede sumar los demás del resto del ancho mundo. Porque ninguno conocido, ninguno, sostiene a ese respecto tesis distintas a las que aquí, en España, predican tanto Ciudadanos como el Partido Popular. Ni uno. En ningún sitio. Ah, la desfachatez intelectual.