La Historia no se repite, pero rima. El Partido Nacional Socialista de los Obreros Alemanes dejó de ser un grupúsculo marginal dirigido por un cerrajero para iniciar la marcha imparable que le llevaría a ganar por mayoría absoluta las elecciones –detalle que no se suele mencionar demasiado– justo en el instante, 1920, en que comenzaron a hacerse notar los primeros efectos devastadores de la célebre hiperinflación de la República de Weimar. Y esa coincidencia no fue una casualidad. Bien al contrario, el vínculo causal entre la eclosión de Hitler y la política monetaria de aquel instante, visto con la perspectiva del tiempo, resulta algo evidente. Por ventura, los fascismos dejaron de existir en tanto que realidades políticas relevantes en 1945. A partir de aquel año, un pariente suyo llamado populismo llegaría para ocupar su espacio. Engendrado en primera instancia por el coronel Juan Domingo Perón en la Argentina, el populismo venía a ser un hijo pródigo de los fascismos derrotados en los campos de combate de Europa que difería del padre en dos aspectos fundamentales.
Los populistas, que a partir del modelo germinal porteño se extenderían por todo el mundo, renunciarían a la glorificación mítica y mística de la violencia como método de acción política, rasgo tan distintivo de los viejos fascismos. Asimismo, aceptarían el principio de la democracia representativa y el sufragio universal, si bien impregnándola de unos modos autoritarios ajenos a la tradición y las formas de la cultura liberal de Occidente. Por lo demás, su historia también rima. Al igual que en tiempos de la República de Weimar, el populismo solo ha dejado de constituir una simple anécdota extravagante en el tablero europeo y norteamericano para convertirse en una amenaza real cuando la política económica, y en particular la monetaria, ha empezado a exasperar a las clases medias relativamente acomodadas y envejecidas de Occidente, su clientela natural. Las élites dirigentes de la Unión Europea, con Macron y Merkel a la cabeza, no se cansan de advertirnos contra el riesgo populista.
Y, sin embargo, semejan incapaces de advertir el vínculo obvio que existe entre la política monetaria del BCE, una política de tipos de interés negativos que se va a alargar durante mucho más tiempo del que oficialmente se quiere reconocer, y la creciente adhesión al populismo de sectores cada vez más amplios de los pequeños ahorradores envejecidos del norte y el centro de Europa. Esas mismas capas medias conservadoras que se esforzaron por acumular recursos durante toda su vida laboral con vistas a la jubilación y a las que ahora se les dice desde el Consejo de Administración del BCE que no sólo van a seguir sin recibir ni un céntimo de rentabilidad por sus depósitos bancarios, sino que incluso tendrán que pagar por tener su dinero guardado en el banco. Los tipos de interés negativos, a ojos de los tecnócratas del BCE, únicamente constituyen un aséptico instrumento funcional para tratar de combatir el peligro de la deflación, su principal obsesión, mientras siguen manteniendo vivo al euro con respiración asistida. Ni ellos ni sus jefes políticos perciben las inquietantes consecuencias políticas de su reduccionismo solipsista. Ciegos y sordos, todavía no se han dado cuenta de que están cebando una bomba.