Yo ya no sé muy bien lo que es hoy la izquierda, pero sé lo que ha sido durante toda la vida. La izquierda era, sobre todo y por encima de todo, una voluntad, la voluntad de transformar la sociedad en un sentido igualitario inspirado por el principio universal de la ciudadanía. Por eso, y también durante toda la vida, para aquella izquierda de antes que los que militamos en ella no sabemos reconocer hoy, una mujer, cualquier mujer, era, ante todo y sobre todo, un ciudadano. Un ciudadano cuyos derechos sociales y civiles la izquierda tenía que defender, pero no por su contingente singularidad de género sino por su fundamental condición de ciudadano. De ahí que para aquella izquierda tradicional, la ahora desaparecida en combate, los oprimidos siempre fuesen concebidos como un todo único, no como el agregado de una inconexa multiplicidad de identidades particulares y excluyentes cuyos intereses resultasen ajenos entre sí. La Internacional, que era el himno de aquella izquierda difunta, apelaba en su letra a un solo género, el género humano.Y no por casualidad.
Y es que para la izquierda que todavía era reconocible como izquierda, el pueblo, o el sujeto revolucionario si se quiere desempolvar la retórica de cuando antes, no era una suma más o menos algebraica y aleatoria de transexuales, inmigrantes, lesbianas, jóvenes precarizados, gais, animalistas, veganos, ecologistas, minorías étnicas y comunidades religiosas no occidentales portadoras de distintos grados de alienación cultural, amén de una docena más de agraviados varios. Porque para la izquierda que ya no es, el grupo a emancipar no podía concebirse como apenas una mera coalición de particularismos diversos. Pero aquella izquierda ya no existe. Ahora, sea lo que sea la izquierda, su identificación entusiasta con la variante heterofóbica del nuevo feminismo la ha empujado a repudiar su principal seña de identidad histórica, el principio antes irrenunciable de la igualdad, asociado de modo no menos irrenunciable a la idea clásica de ciudadanía.
Degeneración que la izquierda española que se llama alternativa ni siquiera fue capaz de concebir y teorizar por sí misma. Bien al contrario, toda esa mercancía ideológica de la que hoy hace bandera Podemos es un producto de importación elaborado en las universidades norteamericanas. El feminismo heterofóbico viene de la misma factoría donde se fabricaron los cimientos doctrinales de la corrección política y también los de su hermana gemela, la discriminación positiva como práctica institucionalizada en todos los niveles del sector público norteamericano, el ataque más directo y radical que nunca antes había sufrido la meritocracia, teórico fundamento legitimador tanto de la economía de mercado como de las democracias liberales. Trump se explica, sí, por la competencia económica desleal de China. Pero también se explica por eso, por el abanico de arbitrarias distorsiones y conflictos de todo tipo que las políticas de discriminación positiva, incluidas las de género, han provocado en el seno de la sociedad norteamericana. En gran medida, Trump es el fruto del hartazgo de la mayoría silenciosa ante esa deriva que también incluye la guerra de sexos. Un hartazgo que, y mucho más pronto que tarde, también atravesará el Atlántico. En Vox ya lo han visto.