Con una mezcla a partes iguales de consternación y atónita perplejidad, así es como ha sido recibida en el cercado político de Ada Colau la noticia de que Errejón decidiese a última hora romper el secular pacto no escrito que obliga a cualquier partido de la izquierda peninsular deseoso de asentarse en Cataluña a, primero, pedir humilde permiso a sus iguales locales y, segundo, disolver sus siglas –y de paso sus señas de identidad– en el seno de alguna de las marcas autóctonas ya existentes. Le ocurrió a la difunta Federación Catalana del PSOE cuando la Transición. Le había sucedido muchos años antes al Partido Comunista de España. Le pasó a Podemos cuando Iglesias decidió aparecer sin previo aviso por el Velódromo de Horta, en Barcelona, despotricando contra la burguesía catalana. Salida de tono iconoclasta, la del de Vallecas, que causaría unánime rechazo en toda la izquierda alternativa autóctona. Fue la última vez que el líder de la supuesta extrema izquierda española cometió la improcedente osadía lerrouxista de meterse en público con nuestros benditos burgueses domésticos. De ahí que todo el mundo en la plaza esperase ahora de Errejón que se abstuviera de concurrir a las elecciones por la provincia de Barcelona sin el preceptivo e insoslayable plácet de Colau.
Permiso que, huelga decirlo, en ningún caso se le hubiera otorgado. Y es que Errejón, a pesar de sí mismo y de sus propias ideas sobre la querella catalana, puede hacer mucho daño en el país petit. Mucho más del que se pudiera presumir a primera vista. Mucho más, seguramente, del que él mismo cree a estas horas. Los comunes son una fuerza política sometida a la tensión permanente de las dos lealtades nacionales contrapuestas que enfrentan tanto a su militancia como a su electorado. Una tensión crónica, la que se superpone y desborda el eje izquierda-derecha donde la dirección del partido quisiera anclarse, que es fruto de la muy peculiar composición de su base social. Porque los comunes, el espacio casi exclusivo de donde Errejón tendrá que tratar de extraer sus votos, resultan ser curiosamente el grupo político cuya argamasa sociológica más se parece a la Cataluña real. Los votantes de lo de Colau encarnan una reproducción a escala de Cataluña. Y eso, ahora mismo, ya solo pasa con los comunes. En su electorado, a diferencia de lo que sucede con Ciudadanos, PSC, Junts per Catalunya, ERC, la CUP o el casi extraparlamentario PP, hay un reparto en proporciones muy similares de catalanohablantes (un 40%) y castellanohablantes (un 60%), al igual que mantienen proporciones parecidas la adhesión identitaria a España o a Cataluña.
Eso, la pluralidad interna de lenguas maternas y de lealtades nacionales, que había sido algo relativamente normal en la política catalana, sobre todo entre la clientela histórica del PSC, hoy ya solo se da en el caso de los comunes, únicamente en el caso de los comunes. En este instante, a PSC, Ciudadanos y PP les votan de modo estadísticamente abrumador los castellanohablantes. Sensu contrario, entre el electorado de Junts per Catalunya, ERC y CUP solo hay catalanohablantes. La fractura gramática entre catalanes es en ese sentido total, absoluta. De ahí la trascendencia crítica de que, justo en el instante en que la dirección de los comunes se plantea una alianza soberanista con ERC de cara al próximo Gobierno de la Generalitat, una vez roto el pacto de Junqueras con Puigdemont, exista una oferta política en el mercado de la izquierda alternativa a la que pudiera acabar migrando esa mitad españolista de los comunes. Aquí y ahora, la tensión del factor nacional es demasiado fuerte como para que, más pronto o más tarde, los comunes no acaben escindiéndose por ese motivo. Pese a sí mismo, decía, Errejón puede acabar siendo el nuevo Emperador del Paralelo.