Pedro Sánchez, el Empecinado, resulta ser cualquier cosa, cualquiera, menos un héroe de la genuina izquierda inmolado en el altar de la austeridad y el dogma del equilibrio presupuestario por mor de una artera conjura del establishment. Quien confunda a Sánchez Castejón con Rosa Luxemburgo, que se lo haga mirar, como decimos en Cataluña. Porque tan cierto es que su obscena defenestración sabatina obedeció a un muy burdo golpe de estado interno como que el derrocado secretario general del PSOE no encarnaba proyecto político alternativo alguno. Más allá de la prosaica y algo pueril ambición personal por ocupar la Moncloa cuanto antes y a cualquier precio, nada, pero nada de nada, inspiraba ese extravagante propósito suyo, el de pretender gobernar el Reino de España con el raquítico auxilio de 85 diputados. Como el célebre general Della Rovere, aquel falso partisano que murió ante el pelotón de fusilamiento creyéndose un mártir de la resistencia antifascista, Sánchez Castejón también puede fantasear ahora con que lo suyo fue una audaz revuelta iconoclasta contra la ortodoxia ordoliberal, esa que imponen Berlín y Bruselas al sufrido club de los endeudados del Sur.
Si así le place, se puede creer el Robin Hood de la Península Ibérica; el rojo, rojísimo que hizo temblar por un instante a todos los poderes fácticos de la Villa y Corte con su inopinada audacia insurgente. Sánchez es muy libre, faltaría más, de engañarse a sí mismo. Pero la verdad, la siempre prosaica verdad, es que nada de eso hubo extramuros de su febril imaginación. No, Sánchez no es ningún héroe de la izquierda ni tampoco ninguna víctima de la disidencia al canon dominante. Sánchez es un vulgar oportunista, como hay tantos, que, aunque nadie parece recordarlo, compareció en una sesión de investidura ante las Cortes con un programa bajo el brazo que podría haber suscrito cualquier devoto de los tratados de Maastricht y Lisboa, pero, sobre todo, de la Alicia en el país de las maravillas del reverendo Carroll. Y no fue hace un cuarto de siglo, sino hace un cuarto de hora. ¿Pero qué nos proponía hace esos quince minutos de reloj el airado Sánchez? ¿Acaso incumplir con el imperativo de mutilar el Presupuesto en otros 5.000 millones de euros tal como ha exigido Bruselas? No, por supuesto.
¿Tal vez ampliar de modo unilateral los plazos anuales para coronar el objetivo de déficit? Tampoco, tampoco. ¿Quizá devolver capacidad de presión negociadora a los trabajadores para que los convenios colectivos sectoriales protejan también a los cientos de miles de empleados precarios en nómina de las ETT? Frío, frío. ¿Y subir los impuestos directos a las rentas altas y muy altas para de ese modo financiar un perentorio incremento del gasto social? Anatema. Naturalmente que no. Entonces, ¿qué nos ofrecía hace esos quince minutos exactos el rojo, rojísimo Sánchez? En resumidas cuentas, nada con sifón. Lo mismo que puede postular cualquier candidato del Partido Popular en la próxima cita ante el pleno del Congreso. Desengáñense los incautos, si aún queda alguno: Sánchez no fue más que un bluff. Punto.