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José García Domínguez

El espectáculo de Vargas Llosa

He ahí la genuina divisa de nuestro tiempo: elevar cualquier distracción pueril a la suprema dignidad cultural. Las cifras de ventas al por menor como irrefutable argumento de autoridad artística.

"Qué gran escritor de prólogos" cuentan que sentenció Cela cuando al cura Aguirre le pusieron sillón en la Academia. Y si no fuese sacrilegio –y grande– otro tanto se podría decir del Vargas Llosa que acaba de firmar La civilización del espectáculo. Pues el esbozo de sesenta páginas que antecede a esa recopilación de artículos de El País, es entremés de ambición notable. Mérito que se agranda al saber de las circunstancias en que hubo de ser escrito: entre el sinfín de compromisos que acarrea el Nobel y la labor de apoyo a la campaña presidencial del coronel Ollanta Humala en su Perú natal.

Palabras mayores, las suyas, sobre el ocaso de la cultura y el crepúsculo de las jerarquías estéticas en el totum revolutum de los mass media y su imperio de la trivialidad. Un lamento en el que suenan altas y claras las voces de T. S. Eliot, Steiner, los situacionistas (Guy Debord) o el Lipovetsky menos farsante, el de La era del vacío. Y donde el lector atento adivina el eco inconfundible de dos autores que para nada se nombran en el texto: el Kundera de El arte de la novela, y, sobre todo, el Alain Finkielkraut de La derrota del pensamiento. Recuérdese aquella su lucidez desolada: "Siempre que lleve la firma de un gran diseñador, un par de botas equivale a Shakespeare; lo que leen las lolitas, a Lolita; una frase publicitaria eficaz, a un poema de Apollinaire; un bonito partido de fútbol, a un ballet de Pina Bausch; un gran modisto, a Picasso; el videoclip de un rockero de moda, a Verdi o a Wagner".

He ahí la genuina divisa de nuestro tiempo: elevar cualquier distracción pueril a la suprema dignidad cultural. Las cifras de ventas al por menor como irrefutable argumento de autoridad artística. Es sabido, mil millones de moscas nunca pueden estar equivocadas. Así, entre otros, apela Vargas a unos de los paradigmas de la estupidez contemporánea, el músico Jonh Cage y su célebre "composición" 4,33 (el pianista se sentaba frente al piano pero no tocaba una tecla durante cuatro minutos y treinta y tres segundos). Muy vanguardista tomadura de pelo acaso solo equiparable a la de hacer pasar por novedoso ensayo un manojo de columnas periodísticas descatalogadas. Mas léase.

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