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El dilema de Podemos

Habrá nuevo presidente. En segunda vuelta, sí, pero habrá presidente. Iglesias se desdirá. Otra vez.

Si al final son coherentes con su genuino pensamiento, permitirán que Sánchez se instale en La Moncloa. No deja de resultar paradoja notable que el grupo político que más y mejor uso propagandístico ha sabido hacer de los tópicos del discurso neo-regeneracionista instalado en España tras el estallido de la crisis sea el que menos se los cree. No haría falta aclarar, espero, que hablamos de Podemos. De hecho, y pese a explotar con suprema habilidad los postulados más populares e iconoclastas de ese magma doctrinal, dando especial énfasis a los que contraponen los intereses de la élite política a los de la llamada gente, Podemos quizá sea el único partido que no participa en absoluto del sentir regeneracionista hoy dominante en la escena hispana. A diferencia de lo que ocurre con los mentores intelectuales de PSOE y Ciudadanos, los autores y escuelas de pensamiento económico de raíz institucionalista gozan de escaso eco, si alguno tienen, entre los dirigentes de Podemos. Algo que, sin duda, influirá en el sentido último de su voto en la investidura.

Acaso sin tener noticia de que predican justo lo mismo que un señor de Huesca, Joaquín Costa, hace cien años, todos esos economistas que ahora hablan de élites extractivas, apelando a la muy sofisticada terminología de un par de celebridades académicas del mundo anglosajón, Acemoglu y Robinson, coinciden en atribuir el origen de esta catástrofe colectiva nuestra a la baja calidad del entorno legal, regulatorio e institucional en cuyo seno se desarrolla la actividad económica española. Desde el nombramiento parlamentario de los órganos de gobierno de la Justicia, pasando por los patológicos rasgos clientelares de la política en todos sus niveles, continuando por la creciente inseguridad jurídica derivada de un marco legal hipertrófico y en perpetua mutación, y acabando por las deficiencias de la competencia en demasiados sectores, los neo-regeneracionistas se han convencido de que el estancamiento de la productividad que vive España desde principios de los años noventa del siglo XX es consecuencia directa de otro estancamiento paralelo, el de la calidad institucional. El corolario lógico de tal línea de pensamiento se antoja evidente: cambiemos el marco institucional, legal y regulatorio, y lo demás nos será dado por añadidura. Es la filosofía que, en el fondo, inspira los términos del acuerdo suscrito entre PSOE y Ciudadanos.

Pero Podemos, decía ahí arriba, no está en eso. A ojos de sus teóricos de cabecera, los males estructurales de la economía española serían de raíz exógena, no endógena; vendrían de fuera, no de dentro. Así las cosas, acabar con la sórdida cutrez de este capitalismo nuestro de compadres y amiguetes del presidente autonómico de turno, sin duda, haría más respirable el oxígeno de la Península, pero nada en verdad profundo cambiaría. Eso piensan ellos. E igual no andan tan lejos de la verdad. Sea como fuere, el divorcio tan profundo entre la línea de pensamiento de de Podemos y el contenido oportunista de su agitprop aboca a una segunda paradoja. Por más liarlo aún, a una paradoja doble. Porque va a resultar que su interés objetivo pasará por permitir que se estrelle desde el Ejecutivo el bloque del centro mientras la crisis estructural de la Zona Euro sigue su marcha inexorable, tal como establece su particular línea argumental. Les convendrá, pues, facilitar la formación de Gobierno, para acto seguido comenzar con las labores de acoso y derribo contra ese Ejecutivo reformista de Sánchez y Rivera. Justo lo contrario de cuanto ocurriría con la bancada de la derecha. El PP, por obvias razones casi estéticas, está llamado a oponerse en la sesión de investidura para, sin solución de continuidad, facilitar la acción de gobierno desde el Hemiciclo, en lo que se parecería mucho a una gran coalición encubierta. Habrá nuevo presidente. En segunda vuelta, sí, pero habrá presidente. Iglesias se desdirá. Otra vez.  

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