Hace justo diez años, y en uno de aquellos arrebatos algo atrabiliarios tan suyos, un Pasqual Maragall aún presidente de la Generalitat sentenció que cierto manifiesto incubado en algún recoleto comedor de la Plaza Real de Barcelona encerraba un peligro inestimable, pues tras él adivinaba el advenimiento del "caballo de Troya". Y no se equivocó. Porque eso, justamente eso pretendía ser Ciudadanos: el caballo de Troya llamado a demoler la fortaleza desde dentro. Algo que, por cierto, podría acontecer tan pronto como en el próximo trimestre, si es que Artur Mas se atreve a cumplir la palabra dada y procede a inmolarse por la causa coincidiendo con la vuelta al cole. Un caballito, ese de nuestra Troya doméstica, cuya labor primera fue hacer paciente pedagogía de la democracia entre los catalanistas de todos los partidos.
Pues la democracia, contra lo que barruntan los nacionalistas de todas las patrias, no consiste en un método para tomar decisiones colectivas, el inspirado en el sufragio universal, sino en una actitud compartida: la que se define por la aceptación del disenso no como funesta anomalía a extirpar, sino en tanto que el paisaje intelectual característico de cualquier comunidad política sana. De ahí que los demócratas, a diferencia de los nacionalistas de todas las patrias, nunca hablemos en nombre de esa entelequia metafísica, el pueblo, ni pretendamos imponer jamás unanimidad alguna a nadie.
Porque los demócratas creemos que todo miembro de una comunidad únicamente está obligado a cumplir las leyes. La leyes y solo las leyes. El nacionalista, en cambio, postula obligatorias e irrenunciables ciertas señas de identidad tribales cuyas lindes él, y solo él, se encarga de establecer. Razón última de esa incapacidad ontológica de los catalanistas para consentir la menor herejía frente a su dogma nacional. El caballito causa en ellos una mezcla de ira, desazón y terror porque su mera existencia les recuerda que lo suyo, esa tediosa religión laica que llaman catalanismo político, no es más que una ideología, otra igual que tantas. Apenas eso. Ellos se creían la única emanación legítima de algo que en su extravío pretenden el espíritu de la tierra. Pero,¡ay!, el caballito se encarga de recordarles todas las mañanas que su reino no es de este mundo. Por eso el odio y la furia. Y es que al final va a tener razón Rivera: imposible solo es una palabra.