Mi experiencia personal como profesor de instituto en Barcelona durante los albores de la construcción nacional pujolista me empuja a ser algo más que escéptico con ese asunto del adoctrinamiento político en las aulas. Y es que adoctrinar no es empeño tan sencillo como a priori parece. Ni mucho menos. Bien al contrario, adoctrinar con eficacia, adoctrinar de un modo duradero y profundo, adoctrinar en el sentido primero y genuino del término, es empresa que ahora mismo, en el tiempo presente, no está al alcance, ya no, de las redes estatales de instrucción pública; en ninguna parte, tampoco en Cataluña. En los colegios e institutos de la demarcación abundan, huelga decirlo, montones de adoctrinadores a tiempo completo. Y la mayoría de ellos adoctrinadores inconscientes, por cierto. A fin de cuentas, el grueso de la plantilla del profesorado local procede de eses vastas clases medias y medias-bajas autóctonas, la columna vertebral sociológica del catalanismo, para las cuales ser nacionalista, lejos de constituir la adscripción subjetiva a una ideología particular, forma parte casi de la Naturaleza misma. Para un profesor catalán estándar, ser nacionalista es como ser bípedo: un sobreentendido obvio asociado a las formas más insoslayables de lo que todos entienden por normalidad.
Yo me topé a diario con decenas de ellos durante aquellos años en los que me ganaba la vida dando clases. Y adoctrinan, sí, pero no funciona. El adoctrinamiento sistemático en la escuela como instrumento nacionalizador de las masas al servicio de un proyecto identitario estatal funcionó a finales del siglo XIX y principios del XX. Francia, su escuela pública, es el ejemplo paradigmático. Pero en el XXI eso ya no se puede hacer. Entre otras razones no menores, porque el maestro y el profesor han sido desposeídos por entero de la antes indiscutida autoridad intelectual de la que gozaron sus ancestros en el oficio. Hoy nadie toma demasiado en serio a los profesores, que tienen que competir con centenares de proveedores electrónicos y audiovisuales de saber convencional, de símbolos y de cosmovisiones creadoras de sentido. En ese inmenso supermercado del entretenimiento cultural, la escuela y sus maestros solo son un productor más de contenidos. Apenas eso. Ahora que los abuelos del 68 andan festejando otro aniversario redondo de su mítica batallita, procede recordar el papel primerísimo, fundamental, que tuvieron los profesores y los intelectuales en todo aquello.
Compárese su protagonismo estelar de entonces con la ausencia clamorosa de ninguna figura pareja en la asonada catalanista de aquí y ahora. ¿Dónde están los intelectuales, tanto los nuestros como los suyos, en el conflicto catalán? No están en ninguna parte. Y no porque ellos se abstengan de concurrir, sino porque a nadie importa una higa lo que digan o dejen de decir. Con la excepción involuntariamente cómica de Cotarelo, que se ha dejado caer por Barcelona para apurar el último porro de una inmadurez prostática, su lugar lo han ocupado los periodistas, que es como si los médicos todos hubieran sido sustituidos por los ATS. Esos animales que acosaron y vejaron a los alumnos que eran hijos de guardias civiles en un instituto de Gerona merecen ser expulsados de por vida de la función docente. Esperemos que así sea. Pero no nos engañemos. Hoy, en el año 18 del siglo XXI, las lealtades nacionales se inculcan no en los pupitres sino en las pantallas del cine y de la televisión. ¿Queréis crear españoles en Cataluña? Pues producid series de cine y televisión para ello. Y con todo el dinero que haga falta. No escatiméis ni un céntimo. Olvidaos del colegio, esa rémora del XIX.