Quizá la figura, tan necesaria por lo demás, de la prisión permanente revisable logre seguir vigente en el articulado del Código Penal español. Hay, parece, suficientes artimañas reglamentistas y leguleyas al alcance de los legisladores para que así acabe siendo. La que, en cambio, yace derogada para siempre jamás es aquella vieja norma no escrita que fijaba de forma muy precisa y exhaustiva el inventario de diferencias de forma y de fondo, amén de las éticas y estéticas, que permitía al lego discriminar entre un pleno del Congreso de los Diputados del Reino de España y una tangana tumultuaria de mozos (y mozas) de cuerda en cualquier plató vespertino de la telebasura. Después de lo visto, oído y escenificado esta semana última en el Congreso, tanto el espacio del hemiciclo reservado para los escaños como en esa permanente invitación al circo en que ha devenido la llamada tribuna de invitados, ya nadie podrá discernir a priori entre la sede de la soberanía nacional y un eructo coral de esos que tanto alientan los guionistas de La Sexta Noche. Yo no sé cuándo se jodió el Perú. Guardo, en cambio, muy precisa memoria personal del instante en el que la entonces novedosa presencia de las cámaras de televisión en las sesiones ordinarias de las Cortes, poco a poco, logró acabar con cualquier vestigio de seriedad adulta en la Carrera de San Jerónimo.
Pero, más allá de las formas tan burdas, tan agrias, tan de orador de taberna portuaria, a las que se aferró el vocero ocasional del PSOE para defender la postura del grupo, lo más notable a destacar de su alineamiento con todo aquello que Alfonso Guerra consideraba en su día competencia exclusiva de la Guardia Civil –Podemos, separatistas surtidos y demás ralea– es que no ha incurrido en él por oportunismo. Porque por oportunismo habría que haber suscrito una postura, la del PP siempre, que en este muy preciso instante cuenta con el apoyo de una mayoría amplísima de la opinión pública. Al contrario, el PSOE ha intentado, contra el viento del sentido común, la marea de la calle y las encuestas, aferrarse a una seña de identidad izquierdista, ahora que a la socialdemocracia ya no le queda ninguna. Porque tras la reyerta chusca del otro día, tras ese inopinado alineamiento suyo con los testaferros de los convictos de ETA presos y con los antisistema, yace el último resto del naufragio de cierto pensamiento utópico. Una pieza de museo que los socialistas quisieron llevar nada menos que a la filosofía del Derecho que inspira nuestro sistema penal. Porque en España, y desde siempre, una de las misiones primeras de las penas de cárcel había sido el castigo.
A través del Derecho, la sociedad no sólo juzgaba a los reos de crímenes abyectos, sino que los castigaba. Así fue durante todo nuestro siglo XIX y también a lo largo de tres cuartas partes del XX. Hasta que los socialistas, y durante su primera escala en la Moncloa, decidieron, con Foucault, que castigar no podía ser bajo ningún concepto un propósito de las sentencias judiciales. De aquellos polvos abstractos, estos lodazales empíricos. Porque negarse, como ahora insisten, a aceptar la figura penal del castigo implica, se quiera o no, negar la responsabilidad moral de los individuos ante los actos criminales que ellos mismos puedan cometer. Negar la figura del castigo es negar el principio de la libertad individual, uno de los dos ejes, junto con el principio democrático, que informan todo nuestro orden político. A buenas horas se le ha ocurrido a Sánchez volver al 68.