Toda esta desgracia, la pandemia global, remite su origen último a los años más álgidos y famélicos de la Gran Revolución Cultural Proletaria, que arrasó casi por completo la ya de por sí muy rudimentaria agricultura colectivista china a principios de la década de los setenta del siglo XX. Fue por aquel entonces, en medio del caos general y la parálisis de la producción forzados por el fanatismo iluminado de los Guardias Rojos, cuando la dirección del Partido, es decir el propio Mao que había desencadenado los acontecimientos para eludir ser depurado él mismo ante los desastrosos resultados del Gran Salto Adelante, decidió dar un paso que iba a acabar teniendo consecuencias funestas para la Humanidad medio siglo después. Así, ya con el hambre extendiéndose de modo generalizado por el conjunto del país, el Gran Timonel, siempre pragmático en el fondo, se desmarca del izquierdismo fundamentalista de sus propios seguidores en la lucha interna dentro del partido frente a la facción revisionista liderada por Deng, y da en promover una tímida liberalización de algunas actividades relacionadas con la agricultura, que incluye la tolerancia oficial frente a la cría y la comercialización privada de especies animales salvajes. Murciélagos, cocodrilos o pangolines comenzaron entonces a convivir en cautividad dentro de las precarias e insalubres granjas privadas que iban promoviendo los campesinos de las comunas al margen de la actividad oficial.
Una lenta apertura al comercio individual de especies exóticas que iría provocando que ganase cada vez más peso esa actividad alegal, si bien tolerada en las provincias rurales. Lo que llevaría a su completa autorización tras el triunfo final del ala reformista y la caída en desgracia de la Banda de los Cuatro. Poco antes, pues, de 1980, ya a lo largo de toda China se habían desarrollado enormes mercados estables urbanos dedicados al comercio de todo tipo de especies animales, tanto domésticas como salvajes. Cerdos, conejos, roedores de vario pelaje, serpientes, lagartos, aves surtidas… todos juntos y revueltos en caótica promiscuidad se ofrecen aún vivos a los consumidores finales en esos espacios abigarrados. Las jaulas se amontonan unas sobre otras, los fluidos de unas especies entran en contacto con los de otras, las infecciones van y vienen, huelga decir que los virus también. Con ese contexto, ya solo era una mera cuestión de tiempo que el primer tránsito mortífero a gran escala de un virus animal con rumbo a los humanos se produjera justo allí, en China. Y justo allí, claro, se produjo.
Fue cuando irrumpió por primera vez entre los seres humanos un virus que había pasado siglos parasitando a un raro animal propio de las selvas asiáticas, la civeta. Era el SARS y su irrupción en escena se produjo en 2003. Mató a 773 personas en 72 países. Era el primer aviso. Por lo demás, el Partido parecía inquieto ante el brote y daba la impresión en primera instancia de estar dispuesto a acabar con ese tipo de comercio, pero los intereses del sector terminarían imponiéndose: la prohibición del comercio de especies exóticas para usos alimentarios nunca llegó. Y sigue sin llegar. Al contrario, desde 2016 se ha ampliado en China la lista oficial de especies comercializables libremente para abarcar a los tigres y los pangolines, principales sospechosos habituales los últimos de haber actuado como intermediarios en la migración del Covid-19 desde los murciélagos a los humanos. Así las cosas, y puesto que no muestran ninguna intención de cambiar, el Covid-19 puede que no sea más otro de una larga lista de antiguos virus animales desplazados ahora al ámbito de los humanos. O China hace algo de una vez o nos acabará matando a todos.