Igual que cuando el resopón bullanguero del 1 de Octubre, estas vísperas de la nueva tormenta los burguesitos y las burguesitas del Ensanche de Barcelona han vuelto a recuperar aquel hábito tan suyo, el de ofrecernos sus concierto de cacerolas desde los balcones llegadas las nueve de la noche. La única diferencia entre el ruido de entonces y el de ahora es que antes tocaban las latas con entusiasmo para celebrar una asonada insurreccional contra la Constitución y la democracia, pero el domingo pasado lo hicieron para honrar y vindicar la gesta de esos siete terroristas nada presuntos que maquinaban escarmentar a los ciudadanos leales de Cataluña con un festival gratuito de amonal y Goma-2. Tan exquisitos y civilizados todos ellos, nuestros burguesitos y nuestras burguesitas, con su Torra a la cabeza, están celebrando que sus hijos nos quieren matar. Mas nadie se extrañe. Ellos y ellas, como sus abuelos y sus abuelas, son así y siempre han sido así. Porque la violencia homicida, exactamente igual que el racismo explícito, nunca ha sido ajena a la genuina tradición histórica del catalanismo político.
Cosa distinta es la tan extendida leyenda beatífica que ha logrado imponer en el resto de España la percepción de que el catalanismo, en contraposición al tosco y rural nacionalismo vasco, nació vacunado contra la tentación violenta. Nada más lejos de la verdad, sin embargo. Así, la vocación militarista y la querencia por el terrorismo fue ya un elemento doctrinal clave de una facción nada desdeñable de Esquerra Republicana de Catalunya durante el periodo de la Segunda República. Las distintas corrientes de Estat Català que luego confluirían en la ERC de Companys practicaron el pistolerismo antes de la proclamación del 14 de Abril y también después. Lo practicaron siempre. Y no se trataba, entonces como ahora, de atrabiliarios marginales sino de dirigentes destacados del Gobierno de la Generalitat de Cataluña. Pero es que luego, durante la dictadura, la notoriedad mediática de la acción sanguinaria de ETA en el País Vasco hizo que no se prestase suficiente atención a los muchos atentados con bombas del Front Nacional de Catalunya, el grupo catalanista responsable de los asesinatos de Viola y Bultó durante la Transición. Otra agrupación nacionalista y terrorista, el FNC (su brazo armado respondía por Ejército Popular Catalán –Epoca–), que muy lejos de suponer una extravagancia minoritaria y aislada dentro del movimiento catalanista se presentaría a las primeras elecciones democráticas en coalición con el partido de Jordi Pujol, CDC.
Pero tampoco acabaría ahí el feliz matrimonio entre la empalagosa retórica pacifista y kumbayá del catalanismo oficial y el discurso de las pistolas. Terra Lliure, los herederos de Epoca, tampoco surgió de ningún remoto arrabal sociológico muy distante de la corriente central del catalanismo canónico con mando en plaza. Bien al contrario, entre sus cuadros dirigentes no era nada extraño toparse con jóvenes amamantados ideológicamente en las juventudes de Esquerra o de CDC. Nada extraño. Por cierto, el instante de mayor virulencia dinamitera de los cachorros del catalanismo más asilvestrado, cuando Terra Lliure planeaba sembrar de bombas Barcelona en coincidencia con las Olimpiadas del 92, fue el momento en que un joven periodista de Gerona llamado Carles Puigdemont decidió de modo tan inopinado como súbito abandonar de un día para otro su puesto de trabajo en el diario El Punt a fin de partir a toda prisa hacia la frontera con el propósito de acogerse a un inusual año sabático lejos de España. Justo por aquel entonces la Guardia Civil acababa de detener en Barcelona a un comando y mucha gente en el entorno inmediato de la banda temía que cantaran. Casualidad, sin duda.