Caro Pablo:
Una semana más, y ya van dos consecutivas, tengo que excusarme contigo por no haber podido acompañarte en emotiva y vocinglera romería por las calles. Así que de nuevo te ruego sepas ser indulgente ante mi ausencia en la magna concentración patriótica que Podemos convocó en Madrid, por más señas en Sol, a fin de reclamar que se desposea al pueblo español de su soberanía nacional, que no otra cosa, como tú no ignoras, significaría otorgar el llamado derecho a decidir al testaferro del partido más corrupto de Occidente, tu aliado Puigdemont, el todavía presidente del consejo de administración de los libertadores del 3%. Con gusto te hubiera escoltado, bien lo sabes, pues es mucha la admiración que tu contrastada integridad intelectual y moral despierta en un viejo progre de los de antes como yo. Pero he de confesarte que, de nuevo, me retuvo en casa la lectura apasionada de un libro. E igual que en el caso del de aquel julio alemán de la semana pasada, el tal Karl Marx, otro del que te recomiendo vivamente que ojees siquiera la contraportada. Se titula La pasión secesionista, y fue escrito por un catalán, como yo, de los malos, o sea uno de esos renegados unionistas de los que te habrá hablado largo y tendido tu amigo Domènech, los que pretenden anteponer el añejo y burgués principio de la ciudadanía por delante del tan fashion, romántico y fascistoide de la identidad que a ti tanto te conmueve.
Adolf Tobeña, que así se llama el autor, un catedrático de Psiquiatría muy celebrado internacionalmente entre los de su gremio, describe ahí un fenómeno fascinante, el de la invención programada de falsos recuerdos que se instalan en la memoria de la población pasiva sometida al influjo de los medios de comunicación tutelados políticamente por un poder autoritario. TV3, la primera y única televisión leninista de Europa occidental, sin ir más lejos. A mí, Pablo, no me cabe ninguna duda, ni la más mínima, de que tú sabes perfectamente que la gran mayoría del pueblo catalán no votó a favor del Estatut en el referéndum famoso de 2006, aquel que más tarde daría lugar al recurso ante el Tribunal Constitucional. El casus belli a partir del cual comenzó la puesta en marcha de esa muy airada respuesta que pronto sería conocida por todos como el procés. Tú, Pablo, por supuesto que eres conocedor de que menos de la mitad de los catalanes acudió a los colegios electorales en aquella consulta legal para refrendar el texto en cuestión. Huelga decir que a mí en ningún momento se me podría pasar por la cabeza que ignorases los datos reales de participación, esto es, que únicamente se movilizó para votar un 48,9% de la población catalana con derecho al sufragio. Lo que significa, tú también lo sabes mucho mejor que yo, que únicamente un escuálido 35,7% de los ciudadanos catalanes mayores de edad avaló con su apoyo explícito el articulado del Estatut. Tú, insisto, lo sabes de sobras. No así, sin embargo la inmensa mayoría de los catalanes de hoy. Y no lo saben porque desde los medios de comunicación del Régimen, o sea desde la práctica totalidad de los públicos y privados pensionados quetienen sus sedes en Cataluña, se les ha fabricado el falso recuerdo de que ellos mismos, el pueblo catalán en pleno, habrían prestado su apoyo militante y entusiasta en 2006 a una ley luego mutilada por Madrit. Pregunta, si no, a cualquiera de esos civilizados catalanistas que estos días se dedican al noble deporte de asaltar vehículos de la Guardia Civil para robar las pertenencias allí guardadas y destrozar su carrocería. Pregúntales cuántos catalanes votaron a favor del Estatut. Todos te contestarán lo mismo. Pero no debes extrañarte de ello: todos están programados. No así tú, por supuesto. Expuesto, en fin, mi pliego de descargos de esta semana, espero poder seguir hablándote de Cataluña y sus nacionalismos alternos en próximas correspondencias.
Tuyo afectísimo