Caro Pablo:
Recordarás que en alguna de las cartas que te dirigí los meses pasados me permití enfatizar la obviedad, casi la perogrullada, de que el nacionalismo, todo nacionalismo, cualquier nacionalismo, no es nada más que una simple y vulgar ideología política. Y si hoy, retomada de nuevo esta grata correspondencia, te vuelvo a insistir sobre esa evidencia de patio de colegio, no supongas que lo hago porque sí. Bien al contrario, es porque creo que los castellanos de Castilla que, como tú, pensáis de buena fe que existen las naciones sin Estado, y que Cataluña resulta ser una de ellas, deberíais hacer un esfuerzo para conocer su historia, la de Cataluña, y también la de su muy particular movimiento nacionalista. Si no hacéis ese esfuerzo, Pablo, nunca os podréis liberar del enfermizo sentimiento masoquista que os atenaza. Pienso, y sé que me entenderás, en esa inconsciente necesidad tan vuestra de sentiros culpables por el reiterado fracaso histórico del catalanismo en su afán de crear un bloque que enfrente contra el resto de España a una mayoría hegemónica de la sociedad catalana, la mítica unanimidad secesionista que aquí, entre nosotros, los ciudadanos de Cataluña, jamás ha existido. En esas cartas pasadas, también lo recordarás, igual hacía mención a cómo se ven a sí mismos ellos, esos nacionalistas a los que que tú tiendes a considerar por norma como la representación única y exclusiva de la totalidad del pueblo catalán. Nuestros nacionalistas, te lo decía en aquellas líneas, creen, y lo creen además con la pétrea fe del carbonero, que su simple y vulgar ideología, lejos de ser lo que en realidad es, constituye algo así como una toma de conciencia sobre una realidad objetiva que forma parte del orden natural de las cosas.
A sus ojos, la adopción del catalanismo implicaría una suerte de éxtasis místico, el que les llevaría a comprender la verdadera naturaleza profunda, ahistórica e inmutable de una identidad colectiva y eterna, la del misterioso ente metafísico que para ellos es Cataluña. Algo que, convendrás conmigo, se parece bastante a la vivencia subjetiva de los principios de una religión revelada. Y lo peor, Pablo, no es que se parezca a una religión revelada. Lo peor es que es una religión revelada. Todo lo laica que tú quieras, pero religión al fin y al cabo. Por eso, al modo de los musulmanes devotos con los apóstatas de sus respectivas comunidades, tampoco ellos nos consideran verdaderos catalanes a cuantos no compartimos su fe. Pues, a su entender, solo es catalán aquel que, amén de vivir y trabajar en Cataluña y en lengua vernácula de modo exclusivo y excluyente, es nacionalista de piedra picada. Todos los demás, a lo sumo, les merecemos la generosa consideración de realquilados con derecho a cocina. Aunque para los más cerriles, ni eso se nos debería tolerar. Quizá te habrás preguntado alguna vez, Pablo, por esa fijación permanente de los nacionalistas de aquí con un asunto en el fondo tan trivial como el de la lengua. ¿Sabes por qué les obsesiona tanto? Pues por una razón bastante simple: porque, salvo por esa bagatela fonética, Cataluña no se distingue en nada del resto de España; en absolutamente nada. Y convendrás conmigo en que es complicado fabricar una identidad nacional sobre la base de la nada.
De ahí que todo ese elaborado constructo ideológico corra el peligro de venirse abajo si se desmantela la ficción de que el castellano, contra lo que dicta el supremo dogma catalanista, es un idioma impuesto desde fuera. Lo cierto es que su implantación progresiva a partir del el siglo XVI obedeció a razones por entero endógenas, no exógenas. Esa, Pablo, sigue siendo hoy la almendra de la mitología catalanista. Si ese cuento, el de la imposición foránea, se viniera abajo, Pablo, todo lo demás se vendría abajo. Por eso es tan importante no dejar nunca de lado el asunto de la lengua en la crítica racional y racionalista al nacionalismo catalán. En cualquier caso, no creas que todos nuestros nacionalistas son tan rudos, agrestes y primarios como esos cafres de la ANC que acosaron al Rey y a sus acompañantes, entre los que por cierto te encontrabas tú mismo, en la manifestación del otro día. También hay nacionalistas cultos y civilizados. Son los que saben, aunque procuran no divulgarlo demasiado, que desde hace cuatro siglos y pico, nada menos que cuatro siglos y pico, esto es desde principios del XVI, ha dominado entre los catalanes el convencimiento absoluto de que toda obra literaria culta con vocación de calidad y seriedad tenía que ser necesariamente escrita en castellano. Desde principios del siglo XVI, Pablo. ¿Sabes lo que significa eso, Pablo? Significa que todos tus amigos nacionalistas mienten como pequeños bellacos cuando dicen que el castellano es una lengua ajena a Cataluña y de muy reciente y forzada adopción. ¿O acaso a ti te parece normal y de recibo que esa gente continúe insistiendo en catalogar como extraña, cuando no como directamente extranjera, a una lengua literaria que lleva instalada en la alta cultura de Cataluña más de cuatrocientos años? Cuatrocientos años, Pablo, cuatrocientos. Y si los ilustrados resultan ser así, excuso decirte como son los otros, los descerebrados una selecta muestra de los cuales pudiste ver en la mani. Pero ya te contaré.
Tuyo afectísimo.