Felipe González, un abogado laboralista escasamente conocido entonces, desempeñó un papel importante en la historia de España por algo muy sencillo: por percibir, ya en los años sesenta, que las cuatro letras del PSOE serían muy rentables en el proceso que se desarrollaría a partir de la muerte de Franco. Su convicción se convirtió en certeza cuando se reúne el congreso del partido en Suresnes, una población próxima a París, durante los días 11, 12 y 13 de octubre de 1974.
Ahora la idea puede parecer obvia, pero entonces rozaba el ridículo: el Partido Comunista, simplemente "el Partido", protagonizaba la resistencia al franquismo y el PSOE aparecía como un puñado de ancianos nostálgicos que tras décadas en el exilio tenían una idea falsa de la España de los setenta. Al mismo Enrique Tierno Galván, el viejo profesor, estudioso de la historia, le parecía una tontería la reflexión de González, de quien no tenía un alto concepto intelectual.
González encontró resistencias en el pequeño grupito con el que preparó el asalto al partido histórico, tal como me reconoció Rafael Escuredo:
Felipe tuvo la capacidad de entender que el enganche con la legitimidad histórica era fundamental. Claro que había discusiones entre nosotros; yo fui de los que decían que había que olvidarse de la legitimidad histórica y trabajar en el interior, pero Felipe ganó la votación. Te estoy hablando de 1967. Recuerdo que una vez -yo tendría 23 años y él 25- nos dijo en mi casa: va a volver el régimen que sea, no sabemos si monarquía o república, pero volverá con los mismos partidos que tuvo la República.
De lo que no hay duda es de que González muestra entonces una formidable intuición política, un refinado instinto de orientación, una notable inteligencia práctica, o una gran inteligencia, sin más. Para decirlo con la expresión economicista de Joaquín Leguina, en charla con el autor de este artículo:
Felipe vio claramente que había un hueco en el mercado.
Su gente cabía en un taxi, pero con una pequeña palanca fue capaz de hacerse con la fortaleza socialista, de refabricar el viejo partido y conseguir gobernar durante más años que nadie. Frente a las exageraciones sobre la importancia del movimiento encabezado por los sevillanos, Felipe González recientemente confesaba que aquello no era un partido, ni unas Juventudes Socialistas ni na de na...
Éramos un grupo de amiguetes, en una ciudad que no es Madrid ni Barcelona, que pasábamos las horas muertas en el bar Bilindo del Parque de María Luisa arreglando España y ligando lo que se podía.
Auxiliado eficazmente por Alfonso Guerra y con el apoyo de los socialistas vascos y, sobre todo, de los asturianos de heroico pedigrí revolucionario, emprende la corta marcha hacia el castillo defendido por unos pocos ancianos. En 1970 en Toulouse, en el XI Congreso en el exilio, XXIV desde la fundación, Felipe pone un pie en la Ejecutiva; en 1972 ganan los renovadores y se produce la escisión.
Rodolfo Llopis, que había dirigido el partido desde 1944, monta su PSOE histórico y su propio congreso, en el que no recibe más apoyos significativos del interior que el de Tierno Galván, y muy escasos del exterior. El reconocimiento internacional es fundamental y González conseguiría el respaldo de los pesos pesados, de Miterrand, de Willi Brandt, que era el que aportaba dinero, y de muchos otros.
González se hace con el partido frente a la oposición de otros renovadores, encabezados por Pablo Castellano, quien entonces era reconocido como la primera figura socialista en el interior, y Francisco Bustelo. Fue el asalto al palacio en otoño. Una vez fulminado Rodolfo Llopis, había que acabar con Castellano, y para ello era preciso que Redondo no se opusiera. Es el momento en que Castellano sitúa lo que bautizó como el Pacto del Betis, expresión que ha hecho fortuna, aunque tuviera lugar entre el río Bidasoa y la cuenca minera asturiana, pues fue fundamental el apoyo de Agustín González, el legendario Otilio.
El ensayo general con todo se celebraría en septiembre de 1974 en el hotel Jaizquíbel de Fuenterrabía, donde se redactó, casi en su totalidad por la pluma de Felipe, una declaración que se convertiría con pocos cambios en resolución del Congreso de Suresnes.
De allí sale un manifiesto, Declaración de Septiembre, que analizaba el deterioro del régimen y de la salud del dictador y optaba por la "ruptura democrática". El PSOE haría un llamamiento al pueblo expresado en los siguientes puntos: amnistía, libertades políticas y sindicales, convocatoria de elecciones en el plazo de un año, mejoras salariales y "reconocimiento de los derechos de las nacionalidades ibéricas como base del proceso constituyente". El PSOE expresaba además sus “aspiraciones”: laicidad del Estado, reforma agraria, etc.
Se propone como "primer secretario" a Nicolás Redondo y éste insiste en que sea Felipe González, Isidoro, quien insiste en que sea Redondo pero al final acepta. El que Nicolás Redondo no quisiese aceptar el cargo de primer secretario, me explicó Bustelo, quizá se debiera a que quería mantener la dirección de la UGT, algo que le gustaba más, o a que pensaba que se iba a pringar menos en la política directa, pero creía que iba a mantener una influencia muy grande y conseguir que el PSOE transitara por determinados derroteros.
Felipe se mostraba entonces como un joven radical. "Cuando dijeron el nombre de Felipe –me cuenta Enrique Múgica– yo dije que ni hablar porque era muy rojo, Felipe era rojísimo para mí, pero Alfonso era el encarnado máximo". En Suresnes Felipe era más rojo que nadie y arremetió contra el Mercado Común Europeo, al que acusó de estar "al servicio del capitalismo internacional". Su mayor gloria futura será conseguir la integración de España en ese antro de corrupción capitalista.
Suresnes asumió el contenido de la Declaración de Septiembre del hotel Jaizkibel, de la que solo se elimina el séptimo y último punto, el referente al marxismo: "7º) Por último, el PSOE, una vez más, reitera su carácter marxista y revolucionario y su objetivo esencial: la toma del poder político y económico por la clase trabajadora". Pero se aprueba "el reconocimiento del derecho de autodeterminación de todas las nacionalidades ibéricas".
La elección de González, un joven de 32 años, "un inmenso desconocido", como primer secretario fue para muchos una sorpresa y para Castellano, el producto de una conspiración anunciada. En la Ejecutiva había cinco vascos (Redondo, Múgica, Iglesias, Benegas y Eduardo López), tres andaluces (González, Guerra y Galeote), dos madrileños (Castellano y Bustelo) y un asturiano (Agustín González) .